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Charles Krauthammer

Humillar a los candidatos

La incesante campaña sirve a fines críticos. Los dos primeros: poner a prueba las habilidades de gestión y de formación del consenso de los candidatos, son innegablemente útiles.

En Gran Bretaña, Canadá y otros lugares civilizados, los comicios nacionales con frecuencia se convocan, celebran y concluyen en cuestión de seis semanas. En Estados Unidos, las campañas electorales se prolongan para siempre. Antes eran de un año, ahora son dos. Nadie planeó esto, pero al igual que otros dispositivos evolutivos (los Fundadores aplicaron el diseño inteligente al aspecto general del gobierno norteamericano pero nunca vieron de antemano partidos políticos formales, por no mencionar la campaña sin final), esta demencial improvisación plasma un cierto sentido común.
 
En primer lugar, pone a prueba un determinado tipo de competencia. Gestionar una campaña nacional en un país de dimensiones continentales exige habilidades organizativas excepcionales. Una competencia bastante ajustada, cierto, pero de crucial importancia en un país en el que el presidente tiene que dirigir el mamotreto que es el gobierno federal.
 
La segunda función de la incesante campaña es construir el consenso partidista y la legitimidad democrática, ambas de las cuales contribuyen sustancialmente a la sorprendente estabilidad y longevidad del sistema americano. Las primarias presidenciales son esencialmente un diálogo prolongado intra-partido. Recrean la idea Madisoniana de formaciones e intereses en competición entre sí, pero no aplicada a la legislatura o al Eecutivo sino al proceso electoral que da lugar a ambos. La labor de los partidos es crear una especie de consenso pre-legislativo a través de la competición y el diálogo de las diversas formaciones –étnicas, ideológicas, económicas, geográficas.
 
El propósito de las primarias presidenciales sin final es forzar el diálogo y, con todos sus vaivenes aleatorios y demenciales trivialidades, acaban practicándolo. Sin seguir un guión, por supuesto, y gran parte del mismo no lleva a ninguna parte. Pero no siempre. Quizá la sugerencia de Barack Obama durante un programa de televisión de que deberíamos pasar de las preferencias raciales a las preferencias de clases sea ignorada. Pero quizá sea adoptada por un contrincante o los medios y provocar un debate histórico dentro del Partido Demócrata acerca de la discriminación positiva y la transición a un nuevo consenso nacional.
 
De igual manera, Rudy Giuliani brega con el tema del aborto (y, a los ojos de muchos, sale perdiendo). Se le planteará la cuestión repetidamente. Tendrá que responder repetidamente. De prevalecer como candidato Republicano, quizá represente un cambio histórico en la definición misma de conservadurismo americano.
 
Quizá. Nada es seguro. Pero sí tenemos el llamativo ejemplo de la reforma social, el avance social más significativo de nuestro tiempo. Sus orígenes políticos fueron la primera campaña presidencial de Bill Clinton, que destacó del bando como Nuevo Demócrata prometiendo poner fin al sistema social tal como lo conocíamos; ello le concedió, de este modo, la legitimidad dentro del Partido Demócrata para llevar a cabo una reforma tan radical. Cuando la providencia le puso frente a un Congreso Republicano comprometido al mismo objetivo, la reforma se hizo.
 
La función final de la campaña sin fin, y quizá lo más importante desde el punto de vista psicológico, dea satisfacer el instinto americano de igualitarismo. Hemos convertido la campaña presidencial en una prueba traumática agradablemente degradante –agradable, esto es, para el electorado. La campaña presidencial moderna pretende ser físicamente agotadora y espiritualmente destructiva casi hasta el punto de la humillación. Los candidatos pasan más de dos años hincando sus rodillas, mendigando dinero, votos y apretones de mano en una cena.
 
¿Por qué infligimos un castigo tan cruel e inusual? Porque nuestro ganador no es solamente un magistrado jefe, sino el rey. Cierto es que el reinado es temporal, pero sus glorias y réditos no se pueden comparar –la pompa y el fasto de un jefe de Estado, desposados con el poder político real de controlar el estado más importante del planeta.
 
El acuerdo que ofrecemos al candidato es este: te convertiremos en Dios, sobrevolando celestialmente nuestras cabezas en el Air Force One, pero al ser simples siervos Jeffersonianos, insistimos en que nos honres primero con una muestra muy prolongada de camaradería y cercanía con el granjero de Iowa, el concejal de New Hampshire, y el tipo corriente de Carolina del Sur. Las tribus aborígenes tienen rituales ligeramente distintos para aquellos que detentan el reinado, pero la idea es la misma: sufrimiento antes del dominio.
 
Como columnista cuya labor consiste en describir al milímetro cada punto y cada coma de estas campañas, cada tormenta en un vaso de agua –que la historia olvidará al momento–, detesto los años de elecciones. Ahora también tengo que detestar el año anterior. Pero con todo su grotesco devenir, la incesante campaña sirve a fines críticos.
 
Los dos primeros: poner a prueba las habilidades de gestión y de formación del consenso de los candidatos, son innegablemente útiles. Pero al igual que la mayor parte de los americanos, encuentro que es la tercera –la humillación gratuita de nuestros aspirantes a rey– lo que hace que todo valga la pena.

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