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Cristina Losada

Al mal tiempo, ¿nuevas caras?

La derecha española no ha encontrado aún el modo de afrontar y desmontar el imaginario progre ni de responder a su sobreactuada pose de superioridad. Mientras no cambie ese chip, sus adversarios juegan con ventaja.

Es ya costumbre que los partidos derrotados en unas elecciones se laman las heridas mientras vocean que no ha sido para tanto y que, bien mirado, hasta ganaron. El PP ha seguido esa rutina de nuestra vida política. Sus portavoces se esfuerzan en ver o hacer ver el vaso medio lleno de su incremento de votos y escaños, mientras apartan la mirada de la jarra del contrincante. Es verdad que el aumento en votos del PSOE ha sido muy inferior al del PP, pero no ha perdido, sino que ha subido un poco que ya es demasiado. Cuando un Gobierno como el de Zapatero, con su cúmulo de disparates, desastres y villanías, no logra ser tumbado por la oposición, parece evidente que ésta no ha conseguido sus objetivos, el primero de los cuales era desenmascararlo.

Tanto el triunfo del PSOE como el fracaso del PP tienen su explicación, que ha de ser compleja, pero si el que pierde toma las explicaciones por justificaciones cierra el camino para aprender de los errores. Habrá sido una derrota honrosa, pero derrota es al fin y al cabo. Máxime cuando las expectativas eran otras y se jugaba la detención o la continuación de un peligroso proceso de demoliciones. De manera que el fervor triunfalista que ha seguido a la pájara de Rajoy en la noche electoral –cuando no tenía ningún mensaje que ofrecer a sus votantes– pinta mal. Sobre todo, si lo que se dice de puertas afuera, rige también de puertas adentro. Este tipo de "victorias" son las que desembocan, como bien decía Marx, rama Groucho, en la final derrota.

Algunos doctores han prescrito una medicina llamada "caras nuevas". De momento, sin embargo, más que caras hacen falta cerebros que se dispongan a hacer lo que corresponde a ese órgano. Claro que si los objetivos se han cumplido, no ha lugar a debate alguno. Y ese Congreso anunciado nacerá más muerto que vivo. El propio líder del PP parece inclinarse por cambiar las "caras" –las que le rodean– y poco más. Ha adelantado que se presentará al Congreso con su propio equipo como si hasta ahora hubiera soportado a uno ajeno. Pensábamos, en nuestra ingenuidad, que ya disponía de un equipo propio. Hubiéramos dicho que la estrategia de oposición la habían trazado él y esas personas. Y que la campaña electoral centrada en la economía la habían diseñado él y sus asesores. Pero se ve que andábamos despistados. Todo esto suena a rehuir el examen crítico de lo acontecido.

Y lo que acontece, allá, muy en el fondo, es que esa miscelánea de clisés, tópicos y actitudes que conforman el universo, no ya de la izquierda, sino de los progres, se ha convertido en "pensamiento" dominante. Casi único. Para percibirlo basta sentarse un rato ante las televisiones de mayor audiencia, y no tanto para sufrir sus informativos, como para estremecerse con lo restante. En España no existe, salvo en estado embrionario, una cultura política alternativa a la que transmite machacona y vulgarmente el progrerío. El PP no la fomenta, tiende a adaptarse al terreno marcado por esos valores difusos y no desafía globalmente su predominio. Sarkozy se atrevió a hacerlo. Pero la derecha española no ha encontrado aún el modo de afrontar y desmontar el imaginario progre ni de responder a su sobreactuada pose de superioridad. Mientras no cambie ese chip, sus adversarios juegan con ventaja.

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