Desde que empezó la guerra hay un nuevo riesgo para la salud de los españoles. Más grave para los que estamos a favor de la intervención, considerable también para todo el que abomine del régimen de Sadam. Se corre ese riesgo si se siguen las noticias de la guerra a través de nuestras televisiones. He hecho la prueba durante dos fines de semana y no pienso repetirla: si alguien tiene que salir de esto con una úlcera de estómago, que sean los dirigentes del PP. Esta es la crónica del peligroso experimento.
El primer sábado de la guerra, tras unos telediarios que agotaron el arsenal de adjetivos en los primeros bombardeos, nos dejamos atrapar por Informe Semanal y sacamos en claro: que todo el mundo está contra esta guerra; que “EEUU tiene bula para hacer lo que le dé la gana desde el 11-S”, palabras de un catedrático de Estudios Árabes, y quiere instalar un gobierno títere en Irak; que el embargo económico causa la muerte de 200 niños al día, pero que Washington y Londres se negaron siempre a levantarlo; que lo de las armas de destrucción masiva es mera conjetura. Sólo al final nos enteramos de que Sadam es un dictador y gaseó una aldea kurda. Ni una palabra de otras atrocidades contra los kurdos ni de la matanza de 200.000 chiitas en 1991. Ni una palabra de las prácticas represivas del régimen.
Claro que entrar en el detalle de las crueldades de Sadam y exponer algún argumento a favor de la guerra es seguramente pura labor propagandística. Pues como advertía el mismo reportaje, en este conflicto los dos bandos producen propaganda y controlan la información por igual. ¡Qué digo por igual! Es peor en el campo aliado, donde se somete a los periodistas a un sinfín de normas, vetos y censuras. De esta doctrina, que pasa olímpicamente de las diferencias políticas y morales entre ambos bandos –imagínese aplicada en la Segunda Guerra Mundial–, nos sirve el domingo una más amplia dosis la Defensora del Lector de El País.
Desde ese otero privilegiado se nos revela que los principales obstáculos para sortear la propaganda están en Bagdad y en Washington. Pero: “en Bagdad hay una censura oficial bastante ineficaz” y es sabido que en Irak “no hay censura previa”. Es un paraíso para el periodista, vamos. El Pentágono, en cambio, va a hacer lo posible para que no se sepa nada, pero parezca que se sabe bastante. Así, la agregación de periodistas a unidades militares “no se dirige a hacer transparente el conflicto”, todo lo contrario: “es contrapropaganda y en el mejor de los casos, información fragmentaria”. El País prefiere que los suyos se agreguen a los brigadistas internacionales en la capital iraquí.
Los telediarios muestran el domingo una Bagdad intacta pese a haber amanecido arrasada en decenas de periódicos españoles. Los bombardeos siguen siendo apocalípticos y brutales, incluso mortíferos cuando no habían causado ningún muerto. De noche, muchos exhiben las imágenes de los primeros soldados americanos muertos y prisioneros de guerra. Que eso pueda violar las Convenciones de Ginebra o sea una falta de respeto, no se les pasa por la cabeza.
Una semana después, la visión de la guerra que obtenemos de nuestros informativos se resume con esta frase de un corresponsal en Kuwait: “Todo es muy confuso”. Hay en España brillantes militares que podían ayudarles a ver algo de luz, pero no los llaman y tampoco parece que usen la abundante información disponible. Se habrían enterado si no de que la operación aliada está regida por la voluntad de derrocar al régimen con el menor destrozo y menos víctimas posibles –derrotar al enemigo sin herirlo, según un analista británico– y que se trata por tanto de una estrategia complicada.
Pero las complicaciones son un estorbo, conducen a la confusión que aborrecen nuestras teles. Y como lo menos confuso de todo es la muerte, se dedican a mostrárnosla, mejor si es con espectáculo añadido: Bagdad, civiles muertos, civiles heridos, entierros, gritos, desesperación, sed de venganza. Eso mediodía y noche, un día y otro. Ni una palabra jamás de los muertos que lleva encima Sadam: dos millones, según un líder de la oposición iraquí entrevistado por la CNN.
En el décimo día de la guerra, impacientes por dar el resultado del partido, incómodas en el barullo de la realidad, nuestras teles –y no sólo ellas– anuncian con satisfacción que la guerra no le va bien a la denominada coalición, como dice la llamada Ángela Rodicio. “Algunos supuestos no se están cumpliendo. Los iraquíes se defienden. La toma de Bagdad se retrasa”, dice sin sonrojarse el presentador de Informe Semanal, que conocía, como tantos, el plan militar aliado. Lo que advirtió Bush antes de que empezara la guerra se ha borrado de las neuronas televisivas. El reportaje emitido después, quitando un par de tonterías, lo podía pasar la tele del hijo de Sadam. Sangre y mentiras.
Quizá perturbada por tanta estupidez y mala idea, pienso que si las cadenas de televisión norteamericanas y británicas fuesen todas como las españolas, el régimen iraquí podría ganar la guerra. Pues ganaría la que es hoy su baza principal: influir en la opinión pública. Los militares iraquíes saben que ese es el talón de Aquiles de los aliados. Saben que gran parte de la sociedad occidental no tiene estómago para aguantar el amargor de la guerra, que el espíritu guerrero que a ellos les sobra, aquí anda escaso y que abundan los sentimientos y sentimentalismos humanitarios de los que ellos carecen por completo. Toda su “información” va dirigida a reblandecer y atemorizar a los trémulos corazones occidentales –y a atizar la furia de los musulmanes. Los medios de comunicación son el vehículo para esa maniobra. A las teles españolas ya las tiene en el bote. Consciente o inconscientemente, subjetiva u objetivamente, que de todo habrá, se han puesto al servicio de Sadam. Esperemos que no pueda pagárselo.
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