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Cristina Losada

Cautiva y desarmada

Nada más autoritario, nada más franquista, que la presión por someter a los académicos a las exigencias del poder. Nada más totalitario que la pulsión por encerrar la historia y la cultura en el redil de la política.

Este es el parte final del asalto a la libertad académica. El último bastión del fascismo ha caído. Cautiva y desarmada la Real Academia de la Historia, las fuerzas del antifranquismo sobrevenido han conseguido todos sus propósitos. La anacrónica institución se ha rendido y rectificará las biografías del monumental Diccionario que tanto sulfuran a indoctos hijos del panfleto y a profesores que no fueron llamados a participar en su elaboración. Bien está lo que bien acaba. A fin de coronar este triunfo de la Inquisición cultural, se espera que la entrada sobre Franco, motivo y pretexto del asedio, sea dictada en persona por la comisaria del ramo y afamada guionista del film Mentiras y gordas. ¡Ojalá fuera broma!

La cuestión que aquí se dirimía quedaba reflejada en la declaración del catedrático García Cárcel al diario El País: "Es una polémica desorbitada, hinchada y artificial. No tomaría ningún tipo de medida, porque significaría no respetar la opinión académica de un historiador como Luis Suárez Fernández. Se puede estar de acuerdo o no con él, pero me parece increíble que la ministra de Cultura pida una rectificación. No existe la Historia en singular, existen los historiadores. Lo contrario sería participar de la defensa del pensamiento único". A su vera, sin embargo, notorios eruditos mostraban su espanto ante el delito de calificar al régimen franquista simplemente de autoritario (necesitan otro diccionario) y algún librepensador pedía la destrucción de toda la edición. Lo dicho, auténticos discípulos de Erasmo, dignos herederos de la Ilustración.

Nada más autoritario, nada más franquista, que la presión por someter a los académicos a las exigencias del poder. Nada más totalitario que la pulsión por encerrar la historia y la cultura en el redil de la política. Y nada tan lastimoso como la servidumbre del "mundo de la cultura" ante los sucesores del Arriba: sólo uno de los elegidos defendía la libertad intelectual. Una independencia que, a la postre, tampoco ha amparado la Academia. Y mucho menos el siempre temeroso Ministerio de la Oposición. La biografía de Franco que firma Suárez es, naturalmente, discutible, pero su grave error, su infracción imperdonable, radica en que no constituye una reprobación. Pensó con antigua ingenuidad la Academia, que un Diccionario no es lugar para hacer juicios y dictar condenas. Y pensó mal.

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