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Cristina Losada

De topo en topo

Porque no reconocen que la lengua es de los hablantes y que son éstos los que tienen derechos, y no la lengua

Si yo escribiera en gallego para algún papel que siguiera la norma normativa y dicen que normalizadora, podría, e incluso me gustaría hacer, el siguiente viaje por los topónimos: Salir un día con ánimo de ir a Xixón y atraída por la proximidad del País Basco, acercarme a los montes Pireneos, tras alguna parada y fonda en A Rioxa. De allí, total es un paso, llegarme hasta Bordeos, probar sin rodeos sus caldos y para refrescarme a orillas de un lago, subir hasta Xenebra o Losana, que no sé cuál prefiero. Me acordaría entonces de un amigo que tengo en Alemaña, antes en Bon, luego en Múnic y, despreciando Salsburgo, enfilaría hacia allí.
 
Enfadarse con el amigo es cosa rápida, pero en lugar de irme a pudrir el encono a Bruxelas o a A Haia, algo tristonas, me subiría a un tren con destino a Moscova, que es mejor sitio para ahogar penas. De allí, burla burlando, llegaría al extremo oriental y caería por la fuerza de la gravedad en Xapón, donde sería indispensable la visita a Quioto. De Iocoama salen barcos, gracias a Dios, y en su puerto me embarcaría en dirección contraria, que es lo suyo, y lo mío. Tras haber hecho caso omiso de los atractivos distantes de Caxemira y después de rozar el Iemen, me resolvería por visitar dos ciudades santas: A Meca y Xerusalén.
 
De allí, excursión a Exipto, sin perderme las pirámides de Xizé, y ya puestos en África, ¿quién se le resiste? Atraída por los relatos de las nieves del Kilimanxaro y de las aguas del Tangañica, me iría continente abajo y no pararía hasta Cidade do Cabo, mejor llamada Capetón por la marinería gallega. Haría una incursión en Xohannesburgo y tendría que tomar una difícil decisión. Muy, muy al norte, me esperarían Marraquex, Casabranca y Tánxer, pero al otro lado del Atlántico estarían Bos Aires, A Paz y A Habana. ¿Qué hacer?
 
Cruzaría el charco y tras recorrer el sur, pondría rumbo al norte, a los Estados Unidos, para más. No me perdería Xeorxia ni Virxinia y recalaría en Nova Orleáns y Os Ánxeles. Dudaría entre irme a Arcansas o Alasca, pero finalmente optaría por Nova Iorque. Y de allí, a regresar, que ya se acabó la guita. Madrid, inevitable; un paseíto por Conca para ver si siguen colgadas las casas y, convencida por amigos forofos, partido del Xetafe antes de volver a casa por las anchas tierras de Castela.
 
Así sería la cosa si escribiera y hablara en gallego. Podría traducir esos topónimos y los que hicieran falta. Y no hay nada que objetar. Puede que algunas decisiones de los "normalizadores" –creadores, al fin, del gallego oficial– resulten inescrutables, pero el criterio esencial está claro: siempre es preferible la variante que esté más alejada del castellano. Si no existe, se inventa. Vale. Ahora bien, si escribo y hablo en castellano, ¿por qué se me prohíbe traducir los topónimos gallegos? Dos, La Coruña y Orense, están vetados por una decisión tomada en 1997 por la gran mayoría del Congreso, cuyas causas y efectos analizó Andrés Freire en este artículo en La Ilustración Liberal.
 
Tiene su ironía que quienes más apelan ahora a la ley para enviar a "La Coruña" al país de nunca jamás sean los mismos que tan poco respetan otras normas legales, como la cooficialidad de las dos lenguas. En cuanto pueden, destierran al español de suterra mítica. Porque no reconocen el derecho del hablante a usar el idioma de su preferencia. Porque no reconocen que la lengua es de los hablantes y que son éstos los que tienen derechos, y no la lengua. Porque la lengua es, para ellos, ante todo, un instrumento político. Lo peor de las batallas contra el español que libran los nacionalistas de todos los partidos es que hay unos perjudicados: las personas, cuyas oportunidades, en lugar de ampliarse, menguan.

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