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Cristina Losada

Dios salve a la Reina

Nuestras elites políticas e intelectuales han renunciado a alimentar las lealtades básicas que sostienen el entramado de una nación.

En España el patriotismo está mal visto, y no se ve. Sacarlo es de fachas y paletos. Con ocasión del fútbol se admite que la muchachada ande por ahí con banderas y vivas como desahogo pasajero. No digo que sea la percepción mayoritaria, pero sí la que domina a la mayoría. Tan denostada está su exhibición que causa escándalo o extrañeza cuando sucede fuera. Por ejemplo, la celebración de los sesenta años de reinado de Isabel II, en Gran Bretaña. En alguna prensa nuestra se presentaba como un atracón patriótico de dudoso gusto, una pachanga kitsch con sobredosis de himno y Union Jack, una operación de imagen de los Windsor muy costosa para el erario. Al parecer, no es posible que los británicos, pese a sus diferencias de todo tipo, se consideren parte de una nación, respeten a la Reina como cabeza de la misma, y no teman hacer el ridículo manifestándolo en público.

Contrariamente a la opinión estirada que oteaba un nacionalismo enardecido en las muchedumbres del Jubileo, una apreciaba un toque de humor que descarga al patriotismo de resonancias exaltadas. Por resumir, era una demostración de la naturalidad que aquí nos falta, y que no está ausente por azar, sino por las constricciones, penalizaciones y complejos, que han rodeado a la nación hasta el punto de problematizarla. Podemos, claro, echarle la culpa a Franco, endilgar a aquellos excesos patrioteros la causa de la inhibición patriótica de hoy. Pero han pasado las décadas y el recelo hacia cualquier simbología nacional no ha ido a menos, sino a más, entre unas elites políticas e intelectuales que, en general, han renunciado a alimentar las lealtades básicas que sostienen el entramado de una nación; algo que si es un contrato, lo es, parafraseando a Burke, entre los vivos, los muertos y los que no han nacido aún.

Cuando las bombas nazis caían sobre Londres, un buen observador como Orwell escribía: "Prácticamente cualquier intelectual inglés se avergonzaría más de ponerse firme mientras se entona el Dios salve al Rey que de robar la limosna a los pobres". La tendencia a despreciar las muestras de patriotismo como cosa del populacho siempre está ahí, en cualquier parte. En nuestro caso, se añade el efecto disuasorio que provocan los nacionalistas: su abuso de banderas, himnos, danzas y actos de agresiva exaltación, induce a evitar cualquier réplica, cualquier imitación. No hagamos como ellos, desde luego. Pero hay un trecho por recorrer entre "no hacer como ellos" y no hacer nada. Algo podíamos aprender, en tal sentido, de esa otra vieja nación y monarquía parlamentaria.

En España

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