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Cristina Losada

El adanismo español

¿Cómo se sabe que un sistema político está agotado? Y, cuestión no menor, ¿qué diablos quiere decir eso?

El otro día entré en la Oficina Oval. El periodista Friedman entrevistó allí al presidente Obama sobre lo de Irán y el vídeo de la entrevista me incitó a averiguar detalles del despacho. Supe, por ejemplo, que las plantas que hay sobre la repisa de la chimenea proceden de las que puso Kennedy. Que el reloj de pared es una pieza hecha en Boston entre 1795 y 1805, que entró en la Casa Blanca en 1970. Que el escritorio Resolute, regalo de la reina Victoria a los Estados Unidos, fue restaurado por Jackie y repuesto luego por Carter. Que cada presidente cambia la alfombra, la pintura o el papel de las paredes, la tapicería de sofás y sillas, y algunos de los cuadros, entre los que no suele faltar un retrato de George Washington. Pero los elementos esenciales de la Oficina Oval permanecen inalterados.

Me fui después a lo nuestro, espoleada por el aspecto añoso del despacho del presidente de la primera potencia mundial. Lo nuestro no es informar, qué duda cabe, pero a falta de descripción oficial u oficiosa de los objetos y el mobiliario, recurrí a una foto que puso Rajoy en Facebook y a otras de Zapatero allí, después de redecorarlo a su gusto, un gusto que algún bromista llamó zen. La comparación arrojó este resultado: a juzgar por el aspecto de los despachos presidenciales, Estados Unidos es una nación antigua, incluso anticuada, y España una cosa nueva, muy moderna ella, cuyo presidente trabaja y recibe en la oficina recién amueblada del director de una compañía de seguros. Tan es así que todos los cuadros que adornan las paredes son de arte contemporáneo. Qué remedio: en España no hubo pintores antes del siglo XX. Ten historia para esto, es decir, para meterla en el desván. ¡Que no se sepa que la tenemos!

Lejos de mí las metáforas con decoración de interiores. Habrá poderosas razones para que el despacho del presidente del Gobierno español sea radicalmente ahistórico, aunque yo no las comparta ni las entienda. Y, sin embargo, cómo sustraerse a la sutil relación entre ese adanismo decorativo y el que periódicamente levanta cabeza en la política española. Ahora mismo, sin ir más lejos, se da por sentado con gran naturalidad que "el sistema está agotado", que sonó su hora y se encamina a un merecido final, y que está "viejo". ¡Viejo! Eso debe de sonar a chiste en sitios como la Oficina Oval: allí llevan desde 1787 con su sistema y su Constitución; nosotros, apenas cuatro décadas. Una eternidad, al parecer.

Tanta seguridad en el diagnóstico y en la predicción crepuscular me parece admirable. ¿Cómo se sabe que un sistema político está agotado? Y, cuestión no menor, ¿qué diablos quiere decir eso? Ciertamente no sería el primer sistema político que se liquida por las impresiones: ahí está la Restauración, un sistema imperfecto pero perfectible, muy aceptable para la época, al que los intelectuales sometieron a una implacable deslegitimación que otros consumaron después. Así condenado el sistema, Primo de Rivera se cargó limpiamente al parlamento y a los viejos partidos sin que nadie llorase por ellos. Las secuelas son conocidas: de la dictablanda a la República y de la República a la guerra civil. Por más "¡no es esto, no es esto!", esto fue. Y fue, en buena parte, el desdichado efecto de un momento agudamente adanista de la política española. Un efecto que hoy, por fortuna, no se podría repetir.

Pero la tentación ha llamado a la puerta. Hacer tabla rasa, empezar desde cero, finiquitar el viejo sistema agotado, todo eso suena y resuena en el patio de vecindad, quizá más como gran revancha que como gran promesa. En lugar de conservar los elementos esenciales del mobiliario, la pulsión de nouveau riche de arrojar a la escombrera todo cuanto hay en la casa y estrenar.

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