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Cristina Losada

El adanismo español ante la abdicación

De aquellos polvos, estas bullangas republicanas tan anacrónicas.

La abdicación de un rey y la sucesión son, en una democracia, asuntos propios de la normalidad por revestidos que estén de carácter histórico. Sólo han de poner en marcha el automatismo previsto. En España, tanto el deterioro de salud como la pérdida de popularidad del rey Juan Carlos, fuese por el escándalo de corrupción de su yerno, por la cacería de Dumbos o por la global desconfianza en las instituciones, aconsejaban la abdicación hace tiempo. Cualquier momento era bueno y, sin embargo, ninguno lo es. Como anecdótica prueba de ello, por ahí campan las especulaciones del tipo "abdica para que no se hable de…" que son la comidilla del patio de vecindad.

El Rey abdica después de haber intentado, con mucho voluntarismo y poco éxito, hacerse perdonar los errores de los últimos años con un despliegue de actividad que acaso ha mostrado más la necesidad de una retirada. Hay que congratularse de que no escuchara a quienes pretendían que siguiera hasta el final y muriera con la corona puesta.

Cierto que los problemas económicos y políticos no iban a empeorar porque siguiera de rey Juan Carlos, ni van a mejorar porque sea rey su hijo, pero dentro de lo posible está, pequemos de optimistas, que el recambio ayude a transformar la limitada visión que se ha tenido de la monarquía de la Transición acá. Porque se la ha visto como una institución que recibía su única legitimidad del papel político que, por circunstancias excepcionales, tuvo el Rey en aquella época. O de su rol, más que discutible, de embajador de los intereses comerciales de España.

De aquella limitada visión de la monarquía se lamentaba Julián Marías cuando escribió en 1978:

Soy un viejo republicano que no ha renunciado al uso de la razón –de la razón histórica quiero decir–, y por eso me he decidido a pensar a fondo, qué puede ser una Monarquía adecuada al último cuarto del siglo XX y a un país de las condiciones de España. En vista de que los monárquicos no parecían muy dispuestos a hacerlo, me encargué de ese esfuerzo de pensamiento (…)

Huelga decir que ese esfuerzo de pensamiento apenas encontraría seguidores en el escenario político. En la derecha, porque no suele meterse en política. En la izquierda, porque prefirió mantener vivo el mito de la II República. El resultado de esa dejación es que no se sabe para qué tenemos una monarquía parlamentaria ni cuáles son las ventajas comparativas de esa forma de gobierno.

Ahí tenemos a la izquierda folclórica empuñando la tricolor y pidiendo referéndums, cuando no una buena guillotina, para deshacer ese "legado del franquismo" que es la monarquía. Supongo, entonces, que la democracia, que provino de una ley aprobada por las Cortes franquistas, también querrán someterla a plebiscito. ¿O no, queridos niños? Late ahí el adanismo de los más o menos jóvenes "indignados", pero no sólo de ellos. Buena parte de las élites políticas de estas décadas se entregaron a la tentación de hacer tábula rasa e inventar lo inventado. De hacer una y otra vez la Transición, ¡a ver si de esta sale como a mí me gusta! De aquellos polvos, estas bullangas republicanas tan anacrónicas.

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