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Cristina Losada

El cambio era el cambio del callejero

Con el callejero en la mano, la izquierda acaba en el callejón del Gato. En el esperpento.

Con el callejero en la mano, la izquierda acaba en el callejón del Gato. En el esperpento.
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Vengo de enterarme de que la Ley de Memoria Histórica no se acata al cien por cien en el callejero de Madrid, y que el nuevo gobierno municipal se ha propuesto que esa ley sea la única que se cumpla al cien por cien en España. Se prepara, por lo tanto, la enésima purga del callejero. Ahora es la hora, y no sólo en Madrid, porque las unidades populares de varias ciudades han manifestado también su imperiosa e insobornable voluntad de cambiar, o sea, de cambiar el callejero.

El escritor Fernando R. Genovés puso al respecto en Twitter esta línea: "Ay, Carmena y compañía van a dejar Madrid en un callejero sin salida". Y es verdad. Para empezar, porque no salen de ahí. La izquierda española, en cuanto se renueva, vuelve al pasado y tiende a volver allí por la vía peatonal del callejero. O bien, como ahora semos más ecológicos todavía, por el carril-bici y a piñón fijo. Y una, que es malpensada, se barrunta que si la izquierda vuelve al callejero sólo puede ser porque anda perdida. Los cambios de nombres de las calles son para la izquierda lo mismo que los puntos de encuentro para los turistas. Cuando se pierden van allí.

No importa que los nuevos de la izquierda lleguen a los ayuntamientos con mareas vivas, estallidos de primaveras democráticas o proyectos de cambios de régimen. Al final las transformaciones revolucionarias en los municipios son básicamente dos: las relacionadas con el callejero y las relacionadas con los curas. Es decir, se quitan nombres de calles, algún retrato y alguna estatua olvidada que guarden relación con el franquismo, y los alcaldes, para no poner en grave peligro la aconfesionalidad del Estado, que ellos llaman laicidad, no van a las procesiones del pueblo. En Italia, los militantes comunistas de base podían tener en casa el retrato de Berlinguer y al lado una imagen de la Virgen, pero en España hay una izquierda más refinada que no soporta la fe milagrera del populacho. Así que nada de procesiones.

Hay un catálogo con cientos de nombres de calles sospechosos en Madrid, que incluye entre los facciosos a Manolete, cuyas acciones genocidas, además de las propias del toreo, incluyeron brindar toros "a la gloria de España", con lo que se refería, al parecer, a José Antonio Primo de Rivera. En la lista negra hay músicos como Turina, pintores como Dalí y poetas de la generación del 27, que aquí la lírica siempre estuvo donde no debía. Pero está también, y eso me preocupa, Álvaro Cunqueiro, que fue de los galleguistas que recalaron, por aquello de la guerra, en la Falange. Igual a Cunqueiro se le reprocha que se ofreciera de traductor y cicerone de Himmler en una visita que el nazi hizo a España, y que en lugar de presentarse huyera con las 50.000 pesetas que se le entregaron a un burdel de Mondoñedo. No lo sé.

Lo que sé es que el periodista Julio Camba figura en la lista de indeseables, cosa que seguramente agradecería desde su fondo anarquista, y que esta movida del callejero se parece mucho a la que él asistió en 1931. Lo vio venir en cuanto regresó a España después de la proclamación de la República para ver si le daban algún cargo, igualito que tantos de ahora. Estaba en Vigo esperando el tren que venía de Villagarcía y a la vista de la locomotora un señor que tenía al lado se indignó enormemente. Camba pensó que era por el estado decrépito de la máquina, pero no. Era porque llevaba una placa que ponía Alfonso XIII. Luego, el periodista se encontró en Madrid con millares de republicanos con la misma mentalidad, dedicados con pasión al cambio de nombre de calles, cines y teatros. Así tuvo que concluir que eran legión los republicanos que, habiéndose creído partidarios de un cambio de régimen, no eran, en rigor, más que partidarios de un cambio del nombre del régimen.

Con el callejero en la mano, la izquierda acaba en el callejón del Gato. En el esperpento.

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