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Cristina Losada

El guateque catalán de los oprimiditos

Tal demostración de poderío para reclamar libertad, en perfecto despliegue de cartulinas, trasciende la incongruencia para llegar al ridículo.

Tal demostración de poderío para reclamar libertad, en perfecto despliegue de cartulinas, trasciende la incongruencia para llegar al ridículo.

Si el nacionalismo catalán quiere tener sus hitos de la transición nacional, y por mí que los tenga, habrá de esforzarse un poco. Yo me permito aconsejarle que pase a la clandestinidad. Por lo menos, que deje el poder que viene detentando, sin práctica interrupción, desde hace décadas. Es imposible, lo sé, pero no se puede tener todo. No se puede estar a la vez en el furgón de los oprimidos y en la limusina de los opresores, en la calle del pueblo y en los despachos del Gobierno. Las disonancias chirrían entonces como en ese concierto del Camp Nou, donde un ejército de disciplinados espectadores formaba una escenografía de masas del estilo de las que tanto gustan a las dictaduras. Tal demostración de poderío para reclamar libertad, en perfecto despliegue de cartulinas, trasciende la incongruencia para llegar al ridículo.

Para empezar a hablar, malamente puedes ir de víctima cuando te gastas 2 millones de euro en organizar un hito. No hay épica ni lírica que resistan ese peso de dinero. Poco importa que el pagano responda por el nombre de Òmnium Cultural, una pieza de la sociedad civil Potemkin que el nacionalismo mantiene bien engrasada de donaciones. A todos los efectos, es un acto de masas montado por el poder, publicitado por los medios que controla el poder y concelebrado por artistas que lo saben. Que saben qué supone decir que no y cuánto supone decir que sí. Que saben, en fin, quién manda. Y por si no fuera suficiente ahí llega la claque, en trasiego de autobús y bocadillo, como en cualquier caudillismo a ambos lados del Atlántico.

Tanto se ha acostumbrado el nacionalista a formar manada que, me temo, no entenderá el problema. Rechazará agriamente esa asociación, pero todo, hasta la plástica, tiende a converger con las demostraciones de regímenes que suelen situarse en otros tiempos. O en Corea del Norte. Así no. Así no va a tener el nacionalismo catalán su concierto de Raimon, ausente, por cierto, del guateque para jubilados del Camp Nou. Y qué diferencia con aquellos dos conciertos de Raimon en Madrid, tan recordados que hasta los recuerdan quienes no estuvieron. Modestos, pobremente organizados y, por supuesto, nada de masas entrenadas. Allí el grito de libertad desafiaba al poder. En el estadio del Barça lo legitimaba. De esta manera, insisto, no sacarán ningún hito emocionante. A menos, claro, que ver al rey del pollo frito se considere un acto heroico.

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