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Cristina Losada

El hechizo de las "grandes reformas"

¿Quién no tiene una solución para todo en momentos así? ¿Quién se resiste a "solucionar de raíz" los problemas cuando parece que el mundo se viene abajo?

Durante estos años España ha vivido bajo el hechizo de las "grandes reformas". Es el hechizo de las grandes soluciones, en el que la mayoría habremos caído alguna vez. El motivo de que el encantamiento cautivara a tantos no es ningún misterio. La crisis económica y sus secuelas más sangrantes, unida al afloramiento de la corrupción de cargos públicos, trajeron un cuestionamiento global de la política y las instituciones. Cristalizó un estado de ánimo finisecular, próximo al noventayochista, y en uno de esos movimientos pendulares que se dan en ocasiones pasamos del triunfalismo de la década prodigiosa al pesimismo masoquista o al empeño en hacer tabla rasa de todo lo existente.

En ese cuadro, que admite matices, la demanda de "grandes remedios para grandes males" encontró su correspondiente oferta, al tiempo que la propia oferta de elixires curalotodo alimentaba la demanda. ¿Quién no tiene una solución para todo en momentos así? ¿Quién se resiste a "solucionar de raíz" los problemas cuando parece que el mundo se viene abajo? Si cualquiera se pone, en tales circunstancias, a trazar grandes planes en una servilleta, no digamos los políticos y los intelectuales. Y es, naturalmente, esas soluciones de raíz correspondían a la esfera política: la idea de que los políticos eran el problema, alumbró paradójicamente la idea de que los políticos tenían –o debían de tener– la solución.

Del hechizo de las grandes reformas participa hoy casi la totalidad de los partidos, y no es de extrañar. Está en ello Rajoy cuando ofrece a PSOE y C's un pacto para componer un Gobierno estable que haga las "grandes reformas" que necesita España, cosa que abre interrogantes como éste: ¿y no las podía haber hecho durante estos cuatro años en que ha contado con la perfecta estabilidad de una mayoría absoluta? Sea como fuere, los partidos, viejos o nuevos, han tendido a presentarse como dispensadores de recetas infalibles o propietarios exclusivos del talismán que todo lo puede arreglar. Y si esa actitud es inevitable, también es inevitable criticarla.

El discurso y el recurso de las grandes reformas tienen, por lo menos, dos efectos perjudiciales. De un lado, alientan la creencia en que hay soluciones definitivas (de raíz) y que son relativamente fáciles de alcanzar, al punto de que bastaría publicar en el BOE tal o cual nueva ley. Todo el esfuerzo que ha de hacerse es poner al solucionador en el Gobierno y a producir legislación. Fantástico. Del otro lado, el enredo de las grandes soluciones de raíz encamina el debate político hacia una discusión sobre grandes principios. No a debatir con los datos en la mano cuáles son los medios más acertados para lograr tal o cual objetivo, sino a un enfrentamiento de principios, de cosmovisiones o de ideologías. Es el escenario ideal para los chamanes de los que habla Víctor Lapuente en su libro.

En parte seducidos por el mágico encanto de las grandes reformas, en parte cautivados (otra vez) por el espejismo de solucionar (de una vez) el contencioso catalán, estamos abocados a emprender la madre de todas las grandes reformas, que es la reforma de la Constitución. Es previsible que cualquier acuerdo de investidura pase por hacer esa reforma, y es de temer que las energías políticas se vuelquen todas en tan apetitosa tarea, descuidando, de paso, otras menos espectaculares. Así, por no haber hecho antes correcciones y clarificaciones en el texto constitucional, se tendrán que hacer ahora en las condiciones menos favorables. Es decir, justo cuando la composición del Parlamento augura un consenso mucho más reducido que el que se forjó para su elaboración y aprobación. Aunque también es posible que se siga el consejo napoleónico: si quieres que algo se demore, nombra una comisión.

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