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Cristina Losada

El oficio sucio y otras ficciones

Hace unos días, oía yo el murmullo de la conversación de una pareja en una cafetería de Vigo y si me hubieran preguntado en qué idioma hablaban, hubiera dicho sin dudar que en español. El acento y la cadencia eran inequívocos. Me llevé una sorpresa cuando descubrí, al alzar ellos la voz, que hablaban en gallego. Su gallego no era tan malo como ese francés de chiste que se hace rematando con una “e” las palabras españolas, pero por poco. Me vino a la cabeza una ocasión en que pasaba yo por un pueblo de la Costa de la Muerte y entré en una tienda a comprar. Le hablé a la tendera en mi gallego llamémosle urbano. Ella me contestó en español. Para aquella señora, o lo que yo había chapurreado no era gallego o estaba claro que no era mi lengua habitual, y ¿para qué complicarnos la vida si podíamos entendernos en español?

Un nacionalista diría que la tendera había abandonado su lengua materna en su trato conmigo por un complejo que le hace creer que su idioma es inferior al español, pero aparte de que tal cosa es discutible, dudo mucho de que la interesada estuviera de acuerdo. Y un nacionalista lo que desea es que todos los gallegos hablemos esa lengua que emplea la pareja de la cafetería y que la tendera creería que es español. Se trata de mantener una ficción. Esa pareja hace como que habla gallego, y está en su derecho, pero lo mismo hacen los políticos, los burócratas, y la mayoría de los locutores de la radio y la televisión autonómicas y de las privadas cuando les toca. Entonces, la ficción se institucionaliza y se hace coactiva.

Muchos dirigentes nacionalistas emplean ese gallego de laboratorio que suena como el español. Muestran así no ya que no lo hablaron en su infancia, cosa que no es ningún pecado, sino que no se han molestado en aprenderlo bien desde que decidieron “galleguizarse”. Y esto parece un descuido garrafal, cuando no un desprecio al idioma que dicen defender. Y es enormemente revelador. Pues cuando a uno le gusta una lengua, la aprende como Dios manda, y al menos trata de captar y reproducir su acento y su música. Al no hacerlo y contentarse con el gallego de ficción, los nacionalistas demuestran que como colectivo no aman especialmente el idioma e indican que lo que de verdad les interesa es su utilización política.

Jon Juaristi, en un artículo titulado “La lengua secuestrada”, recogido en el libro ¡Basta ya! Contra el nacionalismo obligatorio (Aguilar, 2003), dice que “el eusquera ha tenido peor fortuna con sus defensores que con sus enemigos”. Hay amores que matan. Los más intransigentes paladines del idioma son los que más lo llevan a la tumba, precisamente porque el idioma es para ellos, ante todo, un instrumento político, una argamasa necesaria para hacer realidad la ficción de una nación diferenciada y cultural y hasta étnicamente homogénea. Tienen que imponerlo como sea, pues su proyecto político, su razón de ser incluso, depende de ello. No les importa que la coerción acabe con la vitalidad del idioma con tal de que el cadáver esté de cuerpo presente en el escenario público.

Y quien se niegue a participar en la farsa, que se prepare. El nuevo alcalde de Vigo, el ex magistrado Ventura Pérez Mariño, independiente presentado por el PSOE, habla español habitualmente y ha decidido seguir haciéndolo. Ya antes de que se sentara en el sillón le habían advertido los dirigentes del BNG que “no tolerarían” tal cosa y no había cumplido ni una semana en el cargo que ya se veían pintadas que le acusaban de ser “enemigo del gallego”. Con ese afán impositivo, secundado por los partidos no nacionalistas que ceden al chantaje para que no se diga que no defienden lo nuestro, lo que se ha conseguido no es que se revitalice el gallego, al contrario, las encuestas dan fe de su declive. Lo único que se ha conseguido es que se hable un gallego de pacotilla por razones políticas y económicas, para tener acceso a los comederos de la burocracia y de la cultura oficial, y a los círculos sociales que medran en ellos. Se ha creado así una comunidad lingüística ficticia, impostada e hipócrita, alejada tanto de la realidad bilingüe como de los auténticos gallegohablantes.

Tanto se quiere galleguizar que se fabrican palabras con el único criterio, se diría, de que se parezcan lo menos posible a las que se emplearían en español. Quienes acuden, por ejemplo, a los nuevos centros de salud, dependientes de la Xunta y, por tanto, en manos del PP, se encuentran que en la sala donde antes se hacían los análisis, ahora se hacen “mostras”, es decir, muestras, y se enteran de que el rótulo de “oficio sucio” no lanza ninguna indirecta contra la profesión médica, sino que identifica el cuarto de la limpieza. Con la obsesión diferenciadora, la confusión y el disparate están servidos, y se fortalece la ficción lingüística, vehículo y preludio de otras.


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