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Cristina Losada

El poso de la historia

España es una nación antigua, y quizá por eso descuidada, incluso y especialmente en sus rituales de nación.

España es una nación antigua, y quizá por eso descuidada, incluso y especialmente en sus rituales de nación.

Los comentaristas políticos, es el oficio, vamos a darle vueltas al discurso de Felipe VI tal y como si fuera el de un presidente del Gobierno el día del Debate del Estado de la Nación. Pero nos equivocamos. Las palabras del Rey ante las Cortes Generales se cuentan entre lo menos importante de los actos que tuvieron lugar este 19 de junio. En realidad, son aspecto accesorio, aunque obligado, de cualquier ceremonia, donde lo esencial no se encuentra en el orden discursivo, racional, sino en el orden simbólico, litúrgico, en aquello que trasciende lo coyuntural: en todo lo que no transmite un discurso, pero excreta, por así decir, la propia ceremonia. A esos efectos, el Rey podía haber leído, supongamos en plan gamberro, la guía telefónica.

Será comprensible, por eso, la decepción ante un discurso correcto, convencional, que hilvanó los tópicos del momento, expresó buenos y convenientes propósitos y adquirió tono emotivo cuando Felipe VI manifestó agradecimiento a sus padres y con ellos a la generación de españoles que hizo posible la Transición a la democracia. Pero los que esperaran vuelo histórico y palabras esculpidas para citarse en libros de texto no sólo olvidaban los riesgos de la literatura en estos lances; también situaban su esperanza donde no se debe. Porque el acontecimiento no era histórico de cara al futuro, sino de cara al pasado: era la exposición del poso de la Historia. Era la visualización de ese poso.

Las naciones jóvenes, e igual aquellas que cercenaron las cabezas reinantes, tuvieron que forjar su propia tradición de ritos y símbolos que arroparan al poder y encarnaran los vínculos que se comparten. Como nada de eso se inventa del todo, hasta en las más veteranas repúblicas democráticas asoman rasgos de la escenografía monárquica. Se ha dicho por ello que lo más semejante a una monarquía sin corona es la presidencia de la república francesa, y lo mismo sucede, mutatis mutandis, con la de los Estados Unidos de América, aunque el emperador, en concordancia con el espíritu democrático americano, vaya en mangas de camisa. Hasta tal punto no se inventa ahí casi nada, que un periodista británico, republicano y de izquierdas, Kingsley Martin, advirtió en 1936:

Si arrojamos la pompa de la monarquía a la cloaca (…) Alemania nos ha enseñado que una rata de cloaca la volverá a recoger.

España es una nación antigua, y quizá por eso descuidada, incluso y especialmente en sus rituales de nación. A cambio, le basta con sacar unos viejos tapices, una Guardia Real a caballo y una corona sin pedrería que ni siquiera llega a ceñirse, para que pueda reconocerse a sí misma. Otra cosa es si querrá.

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