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Cristina Losada

El purgatorio de la corrupción

El buenismo de nuestro sistema judicial acaba por inducir el malismo, esto es, una sorda insatisfacción que deriva en ruidoso afán de linchamiento.

Hace mucho tiempo que la política dejó de ser una actividad de propósitos limitados y no menos limitadas realizaciones. Ahora se espera de ella la solución a todos los problemas, ¡hasta de la infelicidad!, y casi no hay políticos que renuncien a estar a esa altura. Es decir, lo contrario de aquella más modesta finalidad de paliar temporalmente los problemas existentes y no añadir otros nuevos. La confusión de la política con una suerte de proyecto de salvación ha contribuido mucho a desplazar la atención de las realizaciones a las intenciones.

El caso más notorio de tal desplazamiento es, como en su día documentó Revel, el del comunismo. Aun a la vista del horror y la miseria provocados, los creyentes siguieron –o siguen, que alguno queda– fascinados por el ideal. No se pudo realizar en la Tierra, siempre hay excusas para ello, pero ah, la intención valía y vale la pena. Ahora bien, este mecanismo no sólo funciona con las ideologías, blindándolas del encontronazo con la realidad. La preeminencia de las buenas intenciones sobre los resultados que producen esas intenciones es un hecho constatable en la política y en la legislación más comunes y corrientes.

Véase, por ir a pie de calle, lo que sucede con nuestro sistema procesal penal, ahora sometido a prueba en los juicios por corrupción que tenemos en danza. No hay duda de que es una buenísima intención la de preservar los derechos de los imputados, acusados y partes en un proceso, y de permitir que prácticamente todo pueda ser objeto de recurso. La mala consecuencia es que así se ralentiza todavía más la instrucción de asuntos ya muy complejos, que van desplegando ramas como arbusto en primavera, y que la causa se prolonga durante años y años. La instrucción del caso Gürtel empezó en 2009 y ahí sigue, por citar sólo la obra del Escorial de estos procesos.

El resultado de ese estado de cosas es justo el contrario del que se pretendía. De una parte, los implicados cuyos derechos se quiere proteger permanecen largo tiempo en un purgatorio público hasta que llegue el día del juicio final y se los mande, ya era ahora, al cielo o al infierno. Igual se merecen el purgatorio, y algunos hacen lo posible por alargar la estancia, pero ésa no es la cuestión. Y lo principal y más preocupante: la falta de resolución provoca una descomunal falta de confianza. Entre otras, la sospecha de que se obstaculiza la acción de la justicia contra los corruptos por la vía de privarla de medios. Así, el buenismo de nuestro sistema judicial acaba por inducir el malismo, esto es, una sorda insatisfacción que deriva en ruidoso afán de linchamiento.

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