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Cristina Losada

Elogio del partido bisagra

Sería una broma pesada que, al final, el nuevo escenario político condujera al viejo bricolaje con las bisagras nacionalistas de siempre.

Sería una broma pesada que, al final, el nuevo escenario político condujera al viejo bricolaje con las bisagras nacionalistas de siempre.

Con todas las cautelas que el asunto requiere, se puede anticipar una buena noticia: los partidos bisagra ya no serán los nacionalistas. Si las elecciones generales no arrojan una mayoría absoluta, como parece probable, la codiciada llave de la gobernabilidad dejará de estar en manos de los partidos que solían prestarla, siempre a un alto precio para la igualdad y la libertad de los españoles. Al menos, esa llave no la tendrán en exclusiva los nacionalismos catalán y vasco. Habrá alternativas. Pero hoy esas alternativas están muy calladas: por nada del mundo quieren presentarse en sociedad, no digamos en campaña, como lo que pueden ser y van a ser, es decir, como partidos bisagra.

Esta resistencia a presentarse como potenciales socios, que tiene su parte racional y comprensible, ha llegado a extremos ridículos por culpa de la moda instaurada por Podemos, que se viene ufanando de "salir a ganar", como si proclamar la victoria condujera a ella por aquello de que el personal se sube al carro del que pinta vencedor. Este alarde lo han hecho siempre los grandes partidos. Ahora se les han unido los menos grandes y los pequeños, al punto de que uno no distingue ya a las fuerzas políticas de los equipos de fútbol, que invariablemente anuncian que salen a ganar aunque todo el mundo sepa que tienen las de perder. Pero si no lo dicen, ay, se los come la afición.

Para los futuros partidos bisagra el problema es similar. Si en una situación de alta competencia partidaria y desprestigio de los dos grandes, como la actual, se muestran proclives a negociar acuerdos de gobierno con ellos, no sólo se los comerá la afición: se los comerá otro partido, que es peor. De ahí que haya partidos que se dedican a sembrar maliciosamente la idea de que tal o cual puede servir de socio de gobierno. En ese sentido, no ha de ser casual ni necesariamente bien intencionado que Felipe González, refiriéndose a Andalucía, haya prefigurado un pacto del PSOE y Ciudadanos.

El mismo González levantó el año pasado la liebre de la gran coalición, que ya correteaba por ahí, pero a la que el exlíder socialista le prestó verosimilitud. Luego hubo de retractarse, pues sólo le faltaba al PSOE que se especulara con un connubio suyo con la derecha. Pero como no habrá gran coalición en España, primero porque no somos alemanes y después por no dejar la silla de la oposición a un grupo como Podemos, tendrá que haber otras alianzas.

De no haberse futbolizado tanto la política española, los partidos que a todas luces serán bisagras ya estarían hablando alto y claro de pactos y condiciones. No hay deshonra alguna en ser un partido bisagra. Al contrario. Puede ser muy útil, aunque como ha venido ocurriendo en España también puede ser muy dañino. Y esta circunstancia debería llamar a la reflexión. Porque sería una broma pesada que, al final, el nuevo escenario político condujera al viejo bricolaje con las bisagras nacionalistas de siempre.

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