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Cristina Losada

Elorrio en toda España

Violencia es todo lo que hicieron el día de constitución de los ayuntamientos los que presumen de constituir un "movimiento pacífico". ¡A qué le llamarán pacífico!

Era difícil sustraerse a la observación de semejanzas entre aquellas escenas. En el municipio de Elorrio, un concejal del PP votaba para entregar la alcaldía al PNV rodeado de una falange proetarra que vociferaba puño en alto. En otros ayuntamientos españoles, las huestes indignadas perseguían a los ediles y saboteaban los plenos con griterío y cacerolas. En todas partes arreciaban los insultos a los representantes elegidos. La escena en el Norte no era una novedad. Se ha venido repitiendo a lo largo de las décadas. La coacción, el boicot y la algarada han sido instrumentos habituales del trabajo político municipal del terror. Y no sólo. Allí donde el fanatismo nacionalista cría alevines se ha recurrido a esa forma de violencia.

El rasgo nuevo que ofreció el 11 de junio consiste en una extensión sin precedentes de las acciones intimidatorias. Iban "contra los políticos" sin aparente distinción de credos, pero los procedimientos y las formas distinguen perfectamente al que los emplea. Y cuando se eligen conductas que son marca de fábrica de quienes no toleran la diferencia, se acaba en compañía, parentesco y afinidad con los que llevan el sello totalitario en la frente. Aunque se puede apuntar más abajo, que es donde nace la ancestral afición al linchamiento. Porque violencia es todo lo que hicieron el día de constitución de los ayuntamientos los que presumen de constituir un "movimiento pacífico". ¡A qué le llamarán pacífico! No lo sé ni, a decir verdad, me importa. Que lo averigüen quienes persisten en concederles rango de interlocutores políticos.

El fenómeno digno de estudio es la amplitud de la tolerancia con los intolerantes que se manifiesta una y otra vez en España. La disposición que existe para justificar a los que se hacen valer por la fuerza, sea ésta brutal o llevadera. Esos salvoconductos morales que se emiten en la opinión, tan frecuente, de que "sus razones tienen". Una insólita comprensión hacia quienes violan simples normas de convivencia o complejas leyes, que beneficia a todos, tanto a los de arriba como a los de abajo y tanto a los políticos como a los antipolíticos. Una permisividad vinculada a la desorientación, que se traduce en la renuncia a juzgar qué es aceptable y ético y qué no lo es. Que reduce los valores y los estándares a expresión de la voluntad personal. Y antes que pronunciarse, prefiere encogerse de hombros y musitar un "que cada cual haga lo que quiera".

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