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Santiago Carrillo estuvo en Vigo y habló como si la dictadura acabara de caer. Dijo que le parecía bien el desentierro de muertos de la guerra civil, porque hay que dar una “versión real” de lo que ocurrió en España. No decía tales cosas hace treinta años, cuando predicaba la “reconciliación nacional”. Tampoco ha aprovechado la democracia para aclarar lo acaecido y buscar restos de asesinados. Lo mismo puede reprochársele al PSOE, que en sus catorce años de gobierno bien habría podido cavar y descavar todas las fosas y homenajear e indemnizar como se debía a los represaliados. Pero la gente sin principios sólo remueve las tumbas y saca los mártires cuando le conviene utilizarlos como propaganda. Y algunos se unen tontamente a ese juego macabro.

Carrillo fue listo. Llegó a España y se hizo simpático enseguida. Nadie, salvo la extrema derecha, le recordó el rastro de sangre que habían dejado él y sus colegas. Desde las checas hasta Paracuellos, pasando por la aniquilación del POUM, sus víctimas se cuentan por miles, de derechas e izquierdas. Pero la idea de la transición fue: olvidemos. Y el jefe del PCE fue recibido con regocijo y la Pasionaria como una abuelita tierna e inofensiva. Tan afable cara le puso Carrillo al comunismo, que aún hoy se habla mejor de él y de su ideología que de Solyenitsin, superviviente y testigo de la barbarie del sistema.

El PCE, que llevó el peso de la lucha contra la dictadura, promovió la reconciliación, consciente de que desenterrar a los muertos tenía sus peligros. Hoy sus cachorros se unen al PSOE, casi ausente bajo el franquismo, para remover fosas y tumbas como diciendo que todavía hay cuentas que saldar. Lo malo, para ellos, es que hay muchas que les corresponden. Pero como algunos ignoran hasta su propia historia, siguen cavando.

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