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Cristina Losada

La carta blanca para negociar no es tan blanca

Tal es la incertidumbre, que para proteger su liderazgo algunos van a dar la última palabra a las bases. Que se equivoquen ellas.

Tal es la incertidumbre, que para proteger su liderazgo algunos van a dar la última palabra a las bases. Que se equivoquen ellas.
LD

Muchos interpretan el fin de las mayorías absolutas y la fragmentación del voto como expresión de una voluntad del electorado de que haya diálogo, acuerdos y pactos. Otros asumen que el electorado no es un sujeto colectivo con una voluntad común, pero entienden que la receta pactista es necesaria para encontrar fórmulas de gobierno y suponen que los partidos más dispuestos a la transacción serán oportunamente recompensados. Bien. Es evidente e inobjetable que hacen falta pactos para que haya gobierno; il va de soi. Pero cómo será el reparto de premios y castigos es asunto más enrevesado.

Un estudio recién publicado por El País abona la idea de que habrá laureles para los que lleguen a acuerdos de gobierno. "Los electores premian los pactos", resumía el titular. Rebajemos el optimismo: es una comparación entre los resultados obtenidos en las autonómicas y en las generales por los partidos que firmaron pactos de investidura en once comunidades autónomas. En diez, Podemos y Ciudadanos han sacado réditos, según el estudio, de su apoyo para que hubiera gobiernos del PSOE o del PP. El inconveniente a la hora de proyectar es que, como advierte el politólogo Pablo Simón, "las dinámicas de voto en las autonómicas y las generales son distintas y la oferta electoral cambia".

El meollo del problema afloraba en una encuesta de El Español este fin de semana. Por un lado, según los datos obtenidos en el sondeo, un 80 por ciento de los españoles prefiere un acuerdo a repetir las elecciones. Por otro, las cuatro posibilidades de pacto de gobierno ofrecidas a los encuestados cuentan con un rechazo mayoritario. Todas ellas. En palabras del autor del sondeo, Kiko Llaneras,

los datos representan una situación diabólica: todos los acuerdos tienen una mayoría en contra. Ninguno logra que los ciudadanos lo prefieren antes que volver a votar.

Así están las cosas. De complicadas, para variar. Quien diga que los votantes han dado carta blanca para negociar a los partidos, y esto se ha dicho hasta la saciedad, no lo dice todo y no dice lo que hay. Pues lo que hay es que los votantes están a favor de los acuerdos en general y en contra de los acuerdos concretos. La idea de pactar merece aplauso, pero el hecho de pactar despierta recelo.

La cuestión es intrigante. Quizá nos acerquemos a entender la paradoja considerando uno de los temas políticos que más ha calado estos años: el cumplimiento de los programas electorales. Después de décadas de laxitud y manga ancha, ha aparecido una fuerte exigencia en ese sentido. Y esa exigencia no tiene tanto que ver –no tiene sólo que ver- con incumplimientos notorios y concretos, sino con una crecida de la desconfianza hacia los políticos. Es una desconfianza de capas múltiples, pero encuentra la prueba más visible de que los políticos engañan en que incumplen sus promesas y sus programas, y entiende que la manera de controlarlos es exigir que los cumplan y castigarlos si no lo hacen.

Reclamar el cumplimiento del programa (de sus puntos más llamativos, porque los programas no se suelen leer enteros) expresa un deseo de mayor honestidad política, de mayor fidelidad a la letra y al espíritu de la línea del partido, en definitiva, de mayor pureza. Así, justo cuando la situación requiere pactos que implican cesiones y renuncias, y por tanto impureza, tenemos una tendencia que tira en sentido contrario. De ahí, en parte, ese contradictorio "sí, pero no" que aflora en las encuestas sobre los pactos, y que traerá de cabeza a los estados mayores partidarios: no pueden saber con anterioridad si les tocará premio o castigo. Tal es la incertidumbre, que para proteger su liderazgo algunos van a dar la última palabra a las bases. Que se equivoquen ellas.

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