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Cristina Losada

La Europa clientelista vs. la no clientelista

Tenemos altos niveles de desconfianza, la comunidad cívica no es particularmente fuerte y no estamos libres ni mucho menos del nepotismo y el amiguismo.

Tenemos altos niveles de desconfianza, la comunidad cívica no es particularmente fuerte y no estamos libres ni mucho menos del nepotismo y el amiguismo.

La gran crisis europea, en la que todavía andamos, condujo a una quiebra de la confianza. No sólo en el proyecto europeo, en sus instituciones y en el euro (aunque casi nadie quiere irse); también entre las naciones y, en concreto, entre las del Norte y las del Sur. La brecha, que dividió a deudores y acreedores, se plasmó en la opinión pública, puso contra las cuerdas a los partidos tradicionales, engordó a populismos diversos y encontró sostén argumental en la idea de que la raíz de los problemas estaba en una diferencia cultural. En la diferencia entre un Norte europeo trabajador, honrado y disciplinado y un Sur europeo haragán, tramposo y derrochador: entre un Norte de tradición protestante y un Sur de tradición católica.

En Orden y decadencia de la política, Francis Fukuyama contrapone a esa caricatura de tanta popularidad un argumento más interesante y certero: "La auténtica división no es cultural, al menos si definimos cultura como legado religioso; la división es entre una Europa clientelista y una no clientelista". Los dos países prototipo de la Europa clientelista son Italia y Grecia, que no por azar eran los países que acumulaban la deuda pública más abultada cuando empezó la crisis. De hecho, el politólogo americano dice que esa deuda fue uno de los factores desencadenantes de la crisis que sacudió la Eurozona y puso en peligro la supervivencia del euro.

Sea o no sea del todo acertado el análisis económico de Fukuyama, su estudio histórico y politológico de los casos de Grecia e Italia es impresionante y muy útil. En ambos países, sostiene, el empleo público se ha utilizado como fuente de patrocinio político, con el resultado de servicios públicos ineficientes e hinchados y déficits elevados. En otras palabras: los partidos han llenado el sector público de seguidores. Esa ha sido su manera de estimular y vincular a los votantes. Es el "clientelismo de la vieja escuela", dice Fukuyama, el que se inventó en Estados Unidos en el XIX, y que allí fue erradicado, aunque ahora haya vuelto a la democracia americana bajo la forma de "la política de los grupos de interés".

En Italia y Grecia ha pervivido el clientelismo en su faceta original, a pesar de la modernización de sus economías. En EEUU, el desarrollo económico aupó a nuevos grupos sociales que presionaron para acabar con un clientelismo que los perjudicaba y después de mucho tiempo, y no pocas vicisitudes, lo lograron. Pero el crecimiento económico no siempre conduce a la virtud: en lugar de una coalición de clases medias para modernizar el Estado y eliminar el clientelismo, puede ocurrir que los nuevos sectores sociales, o parte de ellos, se adapten a las reglas de juego viciadas.

Digamos aquí que una de las tesis centrales de Fukuyama es que en los países donde la democracia y los partidos llegan antes que la modernización del Estado, ejemplificada en la existencia de una administración autónoma y meritocrática, el riesgo de que surja el clientelismo es mayor. Lo cual, conviene remarcar, no significa que el autor mantenga posiciones contrarias a la democratización. Es más, diferencia el clientelismo de las formas más puras de corrupción (robar al tesoro público, por ejemplo) y lo considera un elemento primitivo de responsabilidad política, dado que se basa en una relación de reciprocidad.

Grecia e Italia, en especial el sur italiano, son zonas que comparten tres rasgos relacionados: familismo, altos niveles de desconfianza y ausencia de comunidad cívica. La familia es la principal forma de cooperación social y se desconfía de los extraños. El Estado es ahí un extraño más: engañarlo es algo socialmente aceptado, aplaudido incluso como señal de inteligencia. Naturalmente, el fraude fiscal y la economía sumergida están extendidos. Al Estado no se lo ve como el protector de un interés público abstracto, sino como un activo del que apropiarse, tal como lo hacen los partidos políticos que reparten generosamente el empleo público y otros favores.

No es que los griegos o los italianos, por algún determinismo cultural, religioso o genético, sean así. Las razones las encuentra Fukuyama en "las ausencias históricas de un Estado fuerte e impersonal y del principio de legalidad". De tal manera que "al carecer de una autoridad pública de confianza, las familias y los individuos tenían que arreglárselas solos, y se implicaron en una guerra de baja intensidad del hombre contra el hombre."  

Fukuyama apenas menciona a España en ese trazado de la Europa clientelista, pero hay semejanzas que saltan a la vista. Estamos, seguramente, en un estadio intermedio. Aunque de forma menos descarada que en Italia y Grecia, también aquí se da el fenómeno de apropiación del Estado por los partidos. Su influencia llega a instituciones que debían ser autónomas. La cantidad de cargos de confianza que reparten es claramente excesiva. Las subvenciones o las exenciones fiscales son vías para favorecer a unos grupos u otros. Tanto la contratación pública como las recalificaciones urbanísticas han sido fuente de financiación para los partidos, para el enriquecimiento personal de algunos o ambas cosas. El empleo público sirve para mantener redes clientelares aquí y allá. Y acullá.

De modo similar a Grecia e Italia, tenemos altos niveles de desconfianza, la comunidad cívica no es particularmente fuerte y no estamos libres ni mucho menos del nepotismo y el amiguismo. La pregunta importante es si nos hemos adaptado a las reglas de juego viciadas o, con mayor precisión, si los adaptados son más que los inadaptados y perjudicados. Y la segunda pregunta importante es si los perjudicados lograrán formar esas "coaliciones" que, a tenor de la experiencia histórica que recoge Fukuyama, son la palanca imprescindible para el éxito de reformas destinadas a establecer unas reglas de juego (más) limpias.

En España

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