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Cristina Losada

La gallega bosquimana

En Madrid, en los años 70, nadie se empeñó en 'integrarme'.

En Madrid, en los años 70, nadie se empeñó en 'integrarme'.
EFE

En la década de 1960, más de cuatro millones de españoles dejaron el campo para irse a la ciudad o se mudaron de una localidad a otra. Lo hicieron en busca de las nuevas oportunidades que ofrecía el desarrollo de la industria en ciertas regiones y aglomeraciones urbanas. Por ese movimiento migratorio interno, hubo zonas que perdieron población, mientras otras, como Madrid, País Vasco, Cataluña, Baleares y Canarias, experimentaron el mayor crecimiento de su historia. No eran estos movimientos algo en sí mismo excepcional: la migración del campo a la ciudad se produjo, con mayor o menor concentración en un lapso de tiempo, en todos los países que conocemos como desarrollados. Y la movilidad interna continúa tanto en ellos como en otros.

Cinco regiones acabo de citar, pero fue en una de ellas donde la afluencia de nueva población, de personas de otros sitios de España, daría lugar a una actitud consolidada que no puede menos que calificarse de extraña: la de tomarlas por extrañas. Sí, tomar a aquellas personas por extrañas a las que era preciso "integrar". Y sí, eso de "integrar", discutible siempre, implica la extrañeza, la extranjería en cierto modo, de aquellos que se plantea que deben integrarse.

La matraca de la integración de los españoles llegados de otros lugares del país fue, y todavía es, ¡a estas alturas!, una constante del nacionalismo catalán que conocemos. De antiguo preocupado por la baja tasa natalidad de los autóctonos, el nacionalismo veía en los otros españoles que se instalaban allí un peligro para las esencias de la catalanidad. Y en tiempos modernos, aunque no lo parezcan, esto es, con Pujol, dio con la solución al problema: "integrarlos", hacer de ellos "catalanes", infundirles nuevas señas de identidad, cosa que entre otras conduciría a la política de inmersión lingüística, siempre en nombre de la “cohesión”.

Quien tuviera noticia de estos antecedentes no habrá podido sorprenderse de lo que dijo la actriz Montserrat Carulla, integrada en la candidatura de Juntos por el Sí (a la independencia), en un acto de hace dos años que saltó a las redes sociales a finales de agosto. La actriz dijo: "Aquel hombre [Franco] en los años 60 nos envió a mucha gente, cargó trenes con gente, para ver si de alguna manera nos diluía". Y luego, para arreglarlo, alabó lo bien que se había integrado aquella gente. Palmadita: pasasteis el examen y conseguisteis el preciado título de catalán.

En fin. Hay en lo de Carulla muchos disparates concentrados, pero el tren al que se subió con esas palabras viene, insisto, de lejos, y es de largo recorrido. Yo no me propongo llegar hasta la estación término y hay libros dedicados al asunto (los de Francisco Caja, por ejemplo). Me limitaré a una pregunta: ¿diluir qué? Pregunta que es compañera de viaje de otras que antes dejé en el andén: ¿integrar en qué?, ¿cohesión de qué? Y tampoco sobra el porqué: ¿por qué motivos extraordinarios era, para los nacionalistas, tan problemática la presencia de otros españoles en Cataluña que había que hacer un esfuerzo por integrarlos, y ellos hacer otro por integrarse?

Esas ideas, esas letanías tan añosas y recurrentes que ni siquiera llaman la atención, que circulan con absoluta naturalidad, como si fueran lógicas y razonables -tan es así que el PSC se ha presentado como el gran muñidor de la integración de los que siguen llamando inmigrantes-, le remiten a uno, cuando menos, a una sociedad cerrada de épocas pretéritas, a la pequeña ciudad de provincias en la que el de fuera pasaba años tratando de ser aceptado en sociedad. Y hacen pensar también, y tan mal, que se toma a los españoles que se mudaron a Cataluña en los sesenta por personas totalmente fuera de onda, como una tribu de bosquimanos que arribara de pronto a la gran ciudad sin saber que hay que andar por las aceras y no entre los coches.

Por qué será, y es una pregunta retórica, que en Madrid, adonde fueron igualmente cientos de miles de personas de otros lugares de España a buscarse la vida, no se planteó que había que integrarlas en la sociedad madrileña. Cuando yo me trasladé allí en los 70, ni siquiera me di cuenta de que hubiera una tal sociedad madrileña, una identidad especial, algo en lo que yo debiera de integrarme. Bueno, me integré en un grupo de la oposición antifranquista, pero eso tenía un buen pretexto. Aunque hubiera sido una gallega bosquimana, una gallega por completo ajena a la vida urbana, lo único que tenía que haber hecho para integrarme en Madrid era aprender a andar en metro. Nadie me habría dado la tabarra con la integración. Bastaba con vivir allí.

Sí, claro, los nacionalistas tienen su respuesta autorreferencial para esto: Madrid es España y Cataluña no. Y de ahí no salimos ni en tren. Sencillamente no lo entienden. No entienden que uno se integra en un trabajo, en un grupo, en un partido, en la peña del bar de la esquina o en nada: ¡en nada!; pero de ninguna manera tiene por qué integrarse en una identidad como la que definen los nacionalistas. Puede hacerlo, pero no puede ser obligatorio. Todo lo que uno tiene que hacer, toda la integración consiste en observar las normas de convivencia ordinarias y cumplir la ley. Eso es todo. Y lo demás, un tren que nos lleva a parajes inhóspitos.

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