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Cristina Losada

La mentira y la guerra de Irak

La verdadera causa del desastre no fue la mentira, sino la creencia. Como ha sucedido tantas otras veces.

La verdadera causa del desastre no fue la mentira, sino la creencia. Como ha sucedido tantas otras veces.
Tony Blair | EFE

El Informe Chilcot sobre la participación británica en la guerra de Irak ha vuelto a poner en titulares a la mentira. "Las mentiras sobre la guerra de Irak que hoy siguen causando daño", titulaba su editorial El Mundo. El propio Tony Blair, principal acusado de mentir en el día después del informe, no extrajo esa conclusión de la exhaustiva investigación realizada bajo la dirección de sir John Chilcot. Al contrario, consideró que dejaba claro que no había falseado o usado indebidamente la información de los servicios de inteligencia y que no había engañado a su gabinete. Blair pidió nuevamente disculpas por los errores y fracasos de la guerra de Irak, pero tanto no cree haber mentido que dijo que, en las mismas circunstancias, hubiera tomado la misma decisión.

La cuestión de la mentira se ha instalado como el pecado original de la guerra de Irak, pecado del cual procedería la misma guerra y, acto seguido, todas sus consecuencias calamitosas, tales como la desastrosa posguerra, la inestabilidad de Irak, el surgimiento del terrorismo del ISIS y la pérdida de vidas que ha provocado todo ello. En el fondo estamos ante un relato moral, uno del que se extrae la moraleja de que la mentira conduce irremisiblemente al desastre, y quizá es por eso que satisface, pero no deberíamos pensar que tiene valor explicativo.

Los que que afirman que Bush y Blair (y Aznar y tantos otros) mintieron se acercarían más a las claves de lo ocurrido si se preguntaran por qué recurrieron a la mentira. Dicho más en consonancia con la investigación de Chilcot –y con la verdad–, por qué presentaron como fuera de toda duda los informes de inteligencia sobre la existencia de armas de destrucción masiva, por qué no agotaron las opciones de desarme, por qué minusvaloraron los riesgos de la intervención y por qué no trazaron un plan satisfactorio para la posguerra. Son los porqués de la guerra.

Se tiende a creer que Estados Unidos decidió derrocar a Sadam Husein por una suerte de locura belicista que se apoderó de ellos después del 11-S y que encarnó como nadie el presidente Bush. El editorial que he citado apuntaba en esa dirección: "Queda claro que Bush (…) estaba decidido a atacar a Irak, igual que ya había hecho en Afganistán, en una alocada misión contra el eje del mal que no tuvo en cuenta la desestabilización regional ni diseñó plan de pacificación posterior alguno". Bien. Podemos pensar que las elites políticas de la gran potencia global de nuestro tiempo sufren accesos de locura cada tanto, y que están formadas por descerebrados. En Europa, y miren cómo estamos, gusta mucho esa caricatura del presidente americano tonto del haba, siempre dispuesto a disparar primero y a preguntar después. Pero también podríamos pensar que los EEUU son lo que son por algo, y dejar las caricaturas para los chistes de sobremesa.

Detrás de la guerra de Irak no hay un acceso de locura del ocupante del Despacho Oval, sino una estrategia elaborada a raíz de los atentados del 11-S. Una doctrina, como dicen allí, con dos ejes: EEUU tendría que lanzar periódicamente guerras preventivas para defenderse de Estados gamberros y terroristas con armas de destrucción masivas y debería esforzarse en democratizar Oriente Medio como solución a largo plazo para el problema terrorista. La doctrina se estrelló contra la realidad en Irak, por múltiples razones, pero una de ellas da pistas sobre por qué no había plan para la post-invasión: el exceso de optimismo sobre la capacidad de implantar la democracia allí donde no existe. Creer que la democracia es una condición natural a la que vuelven las sociedades una vez que se quita el yugo de un régimen opresor conduce a obviar el largo y complejo proceso de construcción de instituciones. A la vez, la idea de que la democratización acabaría con el terrorismo estaba también equivocada; tanto que sucedió al revés.

El mejor resumen de la explicación del fiasco en Irak lo he visto en el título de una nota en The Spectator, que decía así: "Blair no es un mentiroso, es un auténtico creyente, y por eso tiene peligro". Exacto, un creyente, unos auténticos creyentes, que creyeron que introduciendo una pieza democrática en el puzzle de Oriente Medio instaurarían un nuevo y mejor orden mundial. De esa manera se lo exponía Blair a Bush, en una nota que recoge el informe Chilcot, una semana antes de la invasión. "Este es el momento en que se pueden definir las prioridades internacionales para la próxima generación, el auténtico orden mundial post Guerra Fría", escribió Blair. La guerra de Irak, añadía el premier británico, forma parte de un plan para "extender nuestros valores de libertad, democracia, tolerancia e imperio de la ley".

El creyente, el creyente político en particular, sólo ve aquello que confirma su creencia y desecha todo cuanto pueda cuestionarla. Estos creyentes en un nuevo orden mundial libre y democrático vieron lo que querían ver, desecharon las dudas y menospreciaron los riesgos. Exagerar la alarma no fue, para ellos, una mentira; fue un medio para conseguir un fin superior. La verdadera causa del desastre no fue la mentira, sino la creencia. Como ha sucedido tantas otras veces.

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