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Cristina Losada

No al Prado, sí al Campo

Por lo general, nadie recuerda a los moderadores. Señal de que lo hicieron bien es que pasaran desapercibidos. Raro será que ocurra así el próximo lunes. Y si no, al tiempo, digo, al Campo.

El PP ha estado realmente cumbre, como dicen al otro lado del charco, en la procelosa negociación de los cara a cara electorales entre los number one. Empezó por negarse, con firmeza desusada, a que Rajoy debatiera con Zeja en una zona de alta contaminación e intoxicación socialista, como decían que era Televisión Española. Vale. Aguantaron en esa posición de combate los púgiles de la oposición como si de ello dependiera la vida del candidato y, desde luego, su victoria. Ya parecía una cuestión de honor la de no pisar el territorio comanche. Antes muertos que en la Primera, flameaba el lema de batalla de los populares. ¿Y bien? Pues que a Prado del Rey no irán, pero acudirán, en cambio, al Campo Vidal. Por huir de Guatemala, se metieron en Guatepeor.

Allá ellos, desde luego. Pero aceptar como periodista independiente a quien se ha distinguido por ser lo contrario tiene consecuencias que van más allá de los resultados de un debate. El moderador de una discusión, como el árbitro de un partido, debe velar por el juego limpio. Ha de anteponer las obligaciones de ese papel a sus propias simpatías y opiniones, que puede y aun debe tenerlas. En este caso, el elegido para el arbitraje, además de una abierta, prolongada y estrecha afinidad con uno de los equipos, anda en negocios con él y asesora a uno de sus dirigentes. ¡Cómo para llevarlo de juez del duelo! Mas la cuestión no es tanto esa, que allá los contendientes, como que esa elección premia al periodismo que se funde y confunde con el poder político. Ése es uno de los males que padecemos desde los primeros vagidos de la democracia. Y ha persistido tanto bajo la batuta del PSOE como del PP. Persistido, no: se ha extendido. Los partidos quieren periodismo afecto. Y así se llega a optar, como ha ocurrido, por un "afecto" al adversario.

Los debates televisados los carga el diablo. El célebre Nixon-Kennedy, en septiembre de 1960, inauguró esta era, en la que aún estamos, de la supremacía de la imagen sobre la palabra. Quienes lo escucharon por radio dieron por vencedor a Nixon, pero los setenta millones de televidentes se inclinaron por Kennedy. El republicano apareció demacrado y mal vestido, y estuvo nervioso, sudoroso y dubitativo. El demócrata, pese a que le temblaban las manos cuando no se aferraba al atril, logró mantener su bronceado rostro perfectamente imperturbable y controlado. Nixon dejaba traslucir sus emociones y a los espectadores no les gustó ver a un ser humano como ellos. Querían una estrella. Y Kennedy, que siempre se había interesado por el glamour de los actores de Hollywood, los satisfizo. Cosas del medio audiovisual.

Se dice que estos debates apenas mueven votos. Pero en ese "apenas" puede decidirse una victoria o una derrota. Por lo general, nadie recuerda a los moderadores. Señal de que lo hicieron bien es que pasaran desapercibidos. Raro será que ocurra así el próximo lunes. Y si no, al tiempo, digo, al Campo.

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