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Cristina Losada

¡No es asunto suyo!

El rasgamiento de vestiduras por la corrupción es, seguramente, el más farisaico de todos cuantos hoy tienen lugar en España.

Yo soy de esas personas insoportables que se meten donde no las llaman. Pondré unos ejemplos de la dura vida cotidiana. Cuando en el súper veo que alguien se salta la cola, se lo hago saber en lugar de callarme, como hacen los que me rodean intuyendo acertadamente que el que se cuela no es un despistado, sino un jeta que cuenta – acertadamente– con la pasividad de los que prefieren no meterse en líos reprochándoselo. Si veo que unos adolescentes van a romper unas botellas de cerveza y a esparcir los cristales por la calle, les digo que no lo hagan. Lo mismo que a unos niños que juegan al fútbol en una terraza llena de gente, aunque sé que voy a recibir una bronca de los padres: ¡cómo se atreve a llamarles la atención a mis hijos! Y: ¡lo que pasa es que usted no tiene hijos! Y, por terminar este penoso recuento, si me cruzo con unos tipos que molestan a unos gatos callejeros, también me entrometo para evitarlo.

Esta inclinación mía suele causarme problemas. Para empezar con los autores de los pequeños desmanes, y para terminar con los que tienen la mala suerte de acompañarme y no comparten mi irreprimible tendencia a involucrarme en asuntos que no me conciernen de forma directa. La diferencia es que yo sí pienso que me conciernen. Se trata de normas de conducta, muchas de ellas tácitas, no escritas, normas informales que componen la trama invisible en la que se asienta la convivencia. ¿Por qué voy a dejar que caraduras, adolescentes y niños malcriados o maltratadores de animales hagan sus fechorías sin intentar, al menos, frenarlos? La respuesta que suelen darme a esa pregunta es que no es asunto mío hacerlo: es asunto de la autoridad, de la policía, de aquellos, sean quienes sean, a los que se ha encomendado mantener el orden, la ley o las normas. Más aún: que no soy quien para juzgar la conducta de nadie.

La observación más notable y decepcionante que he extraído de mi largo historial de entrometida no es, como parecería, sobre la catadura de los infractores, sino sobre la actitud de sus víctimas. Es asombrosa la cantidad de personas que piensan o actúan como si no fuera con ellas la tropelía que ocurre delante de sus narices. Pues nada, se desentienden. Quizá reaccionen si les rayan el coche o les rompen la crisma, pero fuera de tales abusos imperdonables –sobre todo rayar el coche– la capacidad de mirar para otro lado se ha desarrollado al extremo. Exactamente igual, y ahí voy al punto, que respecto a lo público y la política. Mientras España iba bien imperaba el desentendimiento. Un desentenderse acompañado por una visceral desconfianza hacia los políticos y las instituciones. Paradójico, ¿no? Quizá no tanto.

Lo esencial es que muchos consideraron que no era asunto suyo aquello que sí lo era. ¿Para qué molestarse en informarse y controlar, en saber en qué y cómo se gasta el dinero del contribuyente, en reclamar transparencia y meritocracia, si "a mí ya me va bien"? El rasgamiento de vestiduras por la corrupción es, seguramente, el más farisaico de todos cuantos hoy tienen lugar en España. ¿Nadie sabía nada o muchos miraron para otro lado? ¿Nadie sabía nada o muchos se beneficiaban de la manga ancha? Ahora, con ese sesgo pendular tan característico, resulta que somos calvinistas y no hay nada que soliviante más que aquello que, por indiferencia o por interés, se dejó correr. Para hacérselo mirar.

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