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Cristina Losada

Radiografía de unas Crónicas vascas

El Guggenheim ha cumplido y sigue cumpliendo los designios políticos para los que fue instalado y financiado. Su función de fachada Potemkin de titanio frente a la sucia realidad del terrorismo. Reclamo y monumento a la actitud de mirar para otro lado.

El reportero Clemente Bernad no se aclara. Primero, presenta una serie de fotografías bajo el título Crónicas vascas. Después, protesta por el hecho de que se juzguen de acuerdo al único criterio con que puede y debe valorarse una crónica, que no es otro que el de su ajuste o desajuste con la realidad. ¡Haberlo pensado antes! Ha ofrecido una crónica y como tal la han tomado las asociaciones de víctimas del terrorismo, foros, partidos e individuos diversos, haciendo uso de la misma libertad que él reclama para su trabajo. Incluso con más razón. Hasta la obra de arte, ejercicio libérrimo, se somete a la crítica. Pero hay especialistas en exigir libertad de expresión y creación para ellos y un silencio respetuoso a los demás cuando les empiezan a llover las críticas. Este Bernad no es el primero ni será el último en tirar la piedra –¿o era la pelota?– y esconder la mano.

Yo, desde luego, me atengo a su voluntad de cronista, y para valorar objetivamente la serie de fotos, he repasado los atentados con resultado de asesinato que ETA perpetró entre 1997 y 2001, que es el período que cubre con sus imágenes. Pues bien, en esos cuatro años, fueron asesinadas por la banda terrorista un total de 59 personas. Policías, guardias civiles, empresarios, políticos, magistrados, concejales, un vendedor de bicicletas, un periodista y transeúntes que tuvieron la mala suerte de estar cerca de la bomba o de abrir un paquete trampa en los lavabos de un bar. La cosecha roja fue variada y abundante en aquel cuatrienio. Pero nadie lo diría examinando la serie de Bernad.

Él, libremente, decidió incluir sólo tres fotos de la actividad criminal de ETA: una, de un funeral de agentes de la Guardia Civil, otra, de un atentado contra la Guardia Civil y la tercera, la del cráneo perforado de Miguel Ángel Blanco, que la familia le impediría exhibir. Con la radiografía del cráneo, con una imagen despersonalizada, fría, distante, iba a solventar el reportero la crónica de los asesinatos de tantos y tantos ciudadanos que no vestían uniforme. Y tiene su coherencia que esa fuera su opción, pues presentar la humanidad de Miguel Ángel, su bonhomía, su inocencia, tal vez hubiera quebrado ese relato suyo en el que "militantes de ETA" y "militantes independentistas" se enfrentan exclusivamente a las fuerzas y cuerpos de seguridad y la población se manifiesta únicamente a favor de los presos ¿independentistas?

El reportero Bernad busca amparo en el relativismo. El habitual y tópico en estos casos: los que para unos son terroristas, para otros son luchadores por la libertad. Dice. Si nos atenemos a la percepción y al "gusto de cada uno", los nazis ¿no eran también para sus numerosos seguidores unos héroes que luchaban por Alemania? ¿Qué haría un Bernad ahí? ¿Lavarse las manos? ¿Ni con unos ni con otros? ¿También tendríamos que callar entonces? En cualquier caso, quien ha hablado definitivamente con la exhibición es el Guggenheim de Bilbao. Ha tenido que ser de esta manera y no de otra como rompiera su tradición de ignorar los horrores del terrorismo de ETA. Un terrorismo que le queda tan próximo, que llegó hasta sus mismas puertas. Allí, hace diez años, fue asesinado un ertzainza. Y siguiendo su tradición silente, el museo no organizaría el reciente homenaje que se le tributó ni tomaría la palabra durante el acto ninguno de sus responsables. Y no ha de extrañar nada de esto. El Guggenheim ha cumplido y sigue cumpliendo los designios políticos para los que fue instalado y financiado. Su función de fachada Potemkin de titanio frente a la sucia realidad del terrorismo. Reclamo y monumento a la actitud de mirar para otro lado.

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