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Cristina Losada

Robinson y la felicidad

Los hay que echan de menos aquella seguridad absoluta en la que vivían. Sabían qué sería de su vida, desde la cuna a la tumba

Un día después de que el canciller Schröder le extendiera a España el alquiler de unas chatarras de combate para un ejército que, de hacer caso al gobierno, no debería combatir nunca, se conmemoraba la caída del muro de Berlín. Ninguna referencia digna de mención hicieron a la efeméride ni el que no se tiñe, ni el que cambia de peinado. No podía esperarse otra cosa, al menos de socialistas como los que gobiernan aquí, para quienes las dictaduras comunistas nunca son tan malas como las demás. En sus armarios ideológicos han quedado escritas en el polvo frases como la que oí una vez en una emisora que dispensa doctrina entre canción y canción: "Cuando veo a un anti-comunista me digo: he ahí a un fascista". Y por si acaso, callan. Cuando no otorgan, como en Cuba.
 
En la paleoizquierda, a la que pertenecen el veterano autor de la frase y otros que peinan menos canas, no han debido dedicar ni un mes de estos quince años a estudiar el asunto, y por eso hay quienes afirman todavía: que aquello que se hundió no era el socialismo, así que no falló el sistema; que sí era el tal, pero se derrumbó porque, en lugar de mantenerse aislado en su probeta, entró en contacto con los virus capitalistas; y que, sea como sea, estábamos mejor antes, cuando el Kremlin, además de sojuzgar a sus siervos, mantenía a raya a los tejanos y a otros peligrosos defensores de la democracia y el libre mercado.
 
Si no suelen hablar de las vidas humanas que se cobró el experimento es porque, en realidad, no eran vidas humanas, sino de enemigos de la revolución y del socialismo, que es gente que no merece recordatorios. En Berlín, por ejemplo, el museo del Checkpoint Charlie instaló este año 1.065 cruces para recordar a las víctimas del Muro y tan grosera exhibición de memoria disgustó al Senat, el gobierno de la ciudad, cuya extrema modernidad socialdemócrata se eriza ante la estética vulgar del cementerio.
 
En los aniversarios de la caída del Muro yo me acuerdo de mi amigo Thomas, que tuvo la mala suerte de pasar doce años de espera para conseguir un Trabant, aquel coche simpático que fabricaban en la RDA, y de que se lo dieran dos meses antes de la fiesta en la puerta de Brandenburgo. Pero los bienes materiales no lo son todo en la vida, y hoy Thomas, como otros ex ossies, no está contento. Los hay que echan de menos aquella seguridad absoluta en la que vivían. Sabían qué sería de su vida, desde la cuna a la tumba. Criados en un sistema que, en nombre de lo colectivo, aniquilaba la individualidad, el tránsito ha sido difícil. Y el proteccionismo que ha desplegado hacia ellos el estado alemán lo ha complicado. No disfrutan de las ventajas que reporta el libre mercado, sino de los inconvenientes de un Estado del Bienestar de capa caída.
 
Cuando cayó el Muro, mi amigo fue a comunicarle a su gato la gran noticia. "Robinson –le dijo– vas a vivir muchos años más, porque a partir de ahora tendrás comida decente". También los humanos de aquel otro lado del muro han podido disponer de "comida decente" desde entonces. E incluso de libertad, un alimento sin el que algunos se mueren. O los matan. Pero da la impresión de que mi amigo y otros compatriotas suyos han seguido creyendo que un sistema político y económico puede concederle a uno, como si fuera una beca, la felicidad. Esa era, al final, la gran promesa del sistema bajo el que malvivían. Supieron que no estaba allí el Paraíso y pensaron encontrarlo al oeste del Muro. Sienten nostalgia de los tiempos en que podían proyectar fuera de sí su insatisfacción personal.

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