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Cristina Losada

Una Transición sabe a poco

Me recuerda a esos que quieren ponerse en forma súbitamente con una dieta milagro en lugar de hacer un esfuerzo prolongado que exige disciplina y constancia.

En todas las elecciones el tema es el cambio. Esto es una obviedad, naturalmente, porque en las elecciones se trata de cambiar (o no) el Gobierno. En nuestro caso, aunque haya quien lo olvide, se trata en sentido estricto de cambiar el Parlamento. Tenemos un sistema parlamentario, y no presidencialista, pese a que muchos de los partidos en liza pongan acento presidencial y los números uno de las listas por Madrid hablen en campaña como futuros presidentes del Gobierno. Pero esto es del Libro Gordo de Petete.

El cambio es un folio en blanco que cada partido rellena, y en ocasiones -esta es una de ellas- el título y el titular mandan sobre el contenido. Los partidos compiten por ver quién pone el cambio en letras más grandes y quién le adosa el subtítulo más atractivo: cambio tranquilo, cambio seguro, cambio sensato, cambio y no recambio. Tal es el dominio del tema cambio que hasta el Partido Popular presenta su "Virgencita que me quede como estoy" como un cambio: "En esta legislatura empezamos el cambio y en la siguiente lo vamos a continuar". Aproximadamente.

Hay, como suele decirse, un afán de cambio, y es lógico que los partidos emergentes se sientan más representativos de ese afán. El hecho de que puedan entrar con notable fuerza en el Parlamento, ser árbitros de la formación del nuevo Gobierno o ganar las elecciones es la señal del deseo de cambio que ha crecido en el cuerpo electoral. Al principal partido de la oposición, que fue en esta legislatura el PSOE, los emergentes le han robado el trueno del cambio, de ahí que insista en que es suyo y sólo suyo mientras las encuestas, tercas, le dicen que no.

El cambio es la sustancia natural de unas elecciones, y no merecería por sí mismo comentario. Salvo cuando en la pretensión de cambio no se vislumbra una normal alternancia, la llegada de un nuevo Gobierno con una nueva agenda política o el ascenso de unos partidos y el declive de otros, sino una ruptura. Y en España ha surgido estos años una pulsión por el cambio total y exprés que a mí me recuerda a esas personas que quieren ponerse en forma de un día para el otro con una dieta milagro en lugar de hacer un esfuerzo prolongado que exige disciplina y constancia.

La pulsión por hacer tabla rasa y abonarse a algo nuevo se ha expresado curiosamente en una resurrección de la Transición, aunque para enterrarla. Como si no estuviera ya enterrada, es decir. Como si los males de la patria tuvieran su origen entonces y en las cuatro décadas posteriores no hubiera habido evolución alguna. Como si España, en política, en economía, en tantas otras cosas, siguiera igual que en 1978. Congelada desde esa fecha. Pues no, ha habido cambios por el camino. Mejores o peores, pero cambios notables.

La Transición no puede repetirse, y aunque se pudiera repetir, no se debería. España es una democracia que necesita alternancia y cambios como cualquier otra. Pero no más Transiciones ni cambios supermegahistóricos. En perspectiva, España ha tenido rupturas de sobra. Lo bueno de la democracia es que permite conjugar el cambio y la continuidad. Y ello es particularmente deseable en las crisis. Las democracias sabias mantienen y renuevan gradualmente el juego de herramientas, en lugar de tirarlas todas un buen día y adquirir un juego nuevecito para estrenar.

En España

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