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Daniel Pipes

En Siria toca esperar

Frente a lo que suele presumirse en Occidente, la funesta presencia de Bachar Asad en el palacio presidencial de Damasco podría hacer más bien que mal.

Frente a lo que suele presumirse en Occidente, la funesta presencia de Bachar Asad en el palacio presidencial de Damasco podría hacer más bien que mal. Su régimen criminoso, terrorista y proiraní no es ideológico y es relativamente laico; y supone un freno a la anarquía, el dominio islamista, el genocidio y que el armamento químico sirio acabe en manos aún peores.

A medida que se recrudece la guerra civil en Siria, los Estados occidentales redoblan su ayuda a los rebeldes que quieren derrocar a Asad y sus secuaces. Occidente espera así salvar vidas y contribuir a una transición democrática. Muchas voces occidentales piden que la ayuda vaya más allá y se arme a los rebeldes, se creen zonas de exclusión aérea y hasta se intervenga directamente en la contienda.

Ahora bien, se suele pasar por alto una cuestión fundamental: ¿juega en favor de nuestros intereses una intervención en Siria? Y se pasa por alto porque muchos occidentales están tan seguros de su bienestar que dejan de lado su seguridad y ponen el foco en los temores de aquellos a los que perciben como débiles y oprimidos, sean seres humanos (por ejemplo, los pobres y las poblaciones indígenas) o animales (por ejemplo, las ballenas). A este respecto, los occidentales han desarrollado sofisticados mecanismos de intervención, como queda de manifiesto, por ejemplo, en el activismo relacionado con los derechos de los animales.

Para quienes no somos tan confiados, la defensa de nuestra seguridad y nuestra civilización sigue siendo prioritario. Desde este punto de vista, la ayuda a los rebeldes sirios presenta numerosos inconvenientes para Occidente.

En primer lugar, hay que tener presente que los rebeldes son islamistas y están decididos a instaurar un régimen aún más hostil a Occidente que el de Asad. La ruptura de relaciones con Teherán la compensarán con su respaldo a las bárbaras fuerzas del islamismo suní.

En segundo lugar, podemos considerar ridículo el argumento de que la intervención occidental –en sustitución de la procedente de los países suníes– aplacará las ansias islamistas de rebelión. A los rebeldes no les hace falta la ayuda occidental para derrocar al régimen (y, si Irak sirve de ejemplo, de todas formas no la agradecerán). En líneas generales, el conflicto sirio enfrenta a la oprimida mayoría suní (en torno al 70% de la población) y a la privilegiada minoría alauita (12%). Sume a los primeros el apoyo que reciben de voluntarios islamistas extranjeros y de Estados suníes como Turquía, Arabia Saudí o Qatar y verá que el régimen de Asad está sentenciado. Asad no puede sofocar tamaña rebelión; de hecho, cuantas más carnicerías perpetran sus tropas, mayores son las deserciones y más se contraen sus filas.

En tercer lugar: precipitar la caída del régimen de Asad no salvará vidas. No supondrá el final del conflicto, sino, simplemente, el punto final de su primera fase, a la que sucederá una aún más violenta. Lo suníes quieren cobrarse venganza por estos cincuenta años de explotación, por lo que una victoria rebelde podría desencadenar un genocidio. El conflicto podría ser tan feroz, que puede que los occidentales se alegren de mantenerse distantes de ambos bandos.

En cuarto lugar, la pervivencia del conflicto resulta beneficiosa para Occidente. Son varios los Gobiernos suníes que han reparado en la reticencia de la Administración Obama a intervenir y asumido la responsabilidad de sacar a Siria de la órbita iraní, lo cual supone un gran avance, tras tantas décadas de alineamiento entre Damasco y Teherán. Por otro lado, el enfrentamiento entre islamistas sunitas y chiitas debilita a ambos, lo que les hace menos capaces de dar problemas en el resto del mundo. Además, al servir de fuente de inspiración a minorías descontentas (los suníes de Irán, los kurdos y los chiitas de Turquía), el conflicto sirio puede debilitar a Gobiernos islamistas.

Cuando el régimen caiga, la cúpula alauita, con Asad o sin él, podría retirarse a sus bastiones tradicionales de Latakia, en el noroeste del país. Los iraníes podrían abastecerla con armas y dinero, permitiéndole así practicar la resistencia durante años, lo que no haría sino agravar el conflicto entre islamistas suníes y chiíes y, de nuevo, distraerlos de atacar a terceros.

La única excepción a la política de no intervención sería la protección del enorme arsenal químico sirio, tanto para impedir que lo emplee Asad como para evitar que caiga en manos de terroristas, pero estaríamos hablando de una difícil misión que requeriría el despliegue de hasta 60.000 soldados extranjeros en el país.

No hay nada en las Constituciones de los Estados occidentales que les obligue a implicarse en cada conflicto exterior; mantenerse alejado de éste sería una opción inteligente. Además del beneficio moral resultante de no tener responsabilidad en los horrores que se avecinen, el guardar las distancias permitirá finalmente a Occidente ayudar a los únicos amigos verdaderos que tiene en Siria: los liberales.


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