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Daniel Rodríguez Herrera

La responsabilidad individual existe

No puedo evitar sentir algo de simpatía por quien ha asumido su culpa sin buscar excusas ni intentar enmarronar al vecino del quinto.

No puedo evitar sentir algo de simpatía por quien ha asumido su culpa sin buscar excusas ni intentar enmarronar al vecino del quinto.

La reacción de muchos ante el accidente de Santiago está resultando reveladora de una fea costumbre que tenemos los españoles, como es negarnos a admitir que existe la responsabilidad individual. Que somos responsables de nuestros propios errores y que, aunque no seamos malas personas, caraduras ni ladrones, también debemos pagar por ellos. Preferimos las excusas y, sobre todo, culpar a otros, especialmente si son políticos y no son de nuestra cuerda.

Así, podremos discutir si las medidas de seguridad en la línea por la que circulaba el tren siniestrado son mejores o peores, si se pueden mejorar o no y cómo, aunque casi mejor dejarlo a quienes saben de verdad del tema y no a cuatro opinantes que, como yo mismo, hace una semana no teníamos ni idea de qué era el ASFA o el ERTMS. Pero no cabe duda de que si el tren hubiera entrado en la maldita curva a la velocidad correcta no habría descarrilado y 79 personas hoy estarían vivas. Y era responsabilidad del maquinista frenarlo, y si lo hubiera hecho el accidente no habría tenido lugar, hubiera o no balizas en el recorrido, y seguiríamos todos sin saber lo que significan esas siglas tan raras. A falta de que nos sorprendan con algún hecho novedoso durante la investigación, el accidente es responsabilidad suya, como él mismo ha admitido.

No, no creo que pese a su apellido Francisco José Garzón sea mala persona, un caradura o un asesino, como parecen querer pensar los memos que han hecho un mundo de una foto en su Facebook. Nunca quiso matar a nadie, y a no ser que sea el mejor actor español de la historia parece tan abrumado por lo que ha hecho que no me sorprendería si un día nos levantamos con la noticia de su suicidio. No puedo evitar sentir algo de simpatía por quien ha hecho algo tan poco habitual entre nosotros como es asumir su culpa sin buscar excusas ni intentar enmarronar al vecino del quinto. Pero tampoco puedo evitar concluir que es el responsable del accidente. Sí, todos tenemos despistes. Pero si, Dios no lo quiera, por uno de ellos atropellara a alguien con mi coche sería responsable de lo que pasara.

La responsabilidad es la cara B de la libertad; sin una no puede existir la otra. Pero parece que nos empeñamos cada vez más en querer tomar decisiones propias de adultos sin querer asumir las consecuencias de las mismas. No es que no estudie, es que el profe me tiene manía; no sé entonces por qué no me puede pagar otro la carrera. Contraté preferentes para ganar dinero, pero ha salido mal y quiero que me devuelvan el dinero. Firmé una hipoteca y sí, hace dos años que no la pago, pero el piso es mío y me lo quedo. La culpa no es mía, señor juez; yo no soy uno de los cuatro gatos que firmó con una equis porque no sabía leer, cierto, pero aún así me engañaron. No me leí el contrato de lo que firmaba, ni siquiera el tríptico con la información básica. Pero la culpa es del director de la sucursal, del empleado que me atendió, del dueño de la caja, de los puñeteros políticos. Yo no hice nada mal. No soy un caradura, ni mala persona, ni ladrón. Esto me lo tiene que arreglar alguien.

Tocqueville conjeturó en 1835 que el peligro que podría conllevar la democracia a largo plazo sería la aparición de "un inmenso poder tutelar" cuya autoridad sería como la de un padre "si su objetivo fuera, como aquella, preparar a los hombres para la edad adulta", pero que, sin embargo, lo que buscaba era "mantenerlos en una perpetua infancia". En España no nos ha hecho falta tanto tiempo; con tres décadas y media parece que ha bastado y sobrado.

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