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Daniel Rodríguez Herrera

Música y bienes públicos

Existen cierto tipo de bienes que el Nobel Paul Samuelson calificó como públicos. Son aquellos que cumplen dos principios. Para empezar, el número de consumidores del mismo no debe afectar a su coste. La señal televisiva cuesta lo mismo tanto si la televisión la ven dos gatos como si lo hacen millones de personas. Por otro, una vez que se ha producido el bien, no se puede evitar que sea consumido por alguien que no ha pagado por él. Por ejemplo, no se puede evitar que un perfume no sea disfrutado (o padecido, depende de gustos) por las personas que se encuentren en las cercanías de su usuario oficial.

Se supone que el sector privado no puede ofrecer eficientemente los servicios que cumplan estas dos condiciones. Por lo tanto, se aduce que es el Estado el único que puede ofrecerlos eficientemente, pues puede cobrarles legalmente también a los gorrones. Marcur Olson ha llegado a decir que “un Estado es, ante todo, una organización que provee de bienes públicos a sus miembros, los ciudadanos”.

Desde la aparición de los sistemas de intercambio de ficheros en Internet, la música se ha convertido también en un bien público. Una vez alguien ha comprado el disco, puede distribuirlo casi sin costes, y sus propietarios no pueden evitar que miles de piratas lo disfruten sin haberlo pagado. ¿Debería entonces intervenir el Estado creando una suerte de impuesto musical o, incluso, nacionalizar la producción musical? La SGAE, hasta cierto punto, parece que apuesta por ello con la pretensión de cobrar el celebérrimo canon en cada CD virgen. De este modo pagan también los gorrones. Desafortunadamente, también pagan quienes no lo son.

Porque hay que señalar que esta teoría tiene huecos considerables. Es difícil indicar bienes públicos puros. Si la señal televisiva sólo alcanza a la ciudad de Madrid y se quiere que llegue a puntos más recónditos de la geografía, tendrán que aumentar la señal; esa labor tiene un coste adicional. A su vez, yo no disfruto el perfume de ningún habitante de Patones. Viéndolo desde otro punto de vista, podría considerarse que una señorita de buen ver es, sin lugar a dudas, un bien público y nadie plantea que el Estado la nacionalice o se convierta en mujer pública (y perdónenme tan fácil juego de palabras).

De hecho, el ejemplo que los defensores de esta tesis dieron como el paradigma más puro de bien público fue el de los faros. Una vez en marcha, les da lo mismo iluminar a un barco o a ochenta y, además, no pueden iluminar a unos sí y a otros no. Por tanto, los faros deben ser públicos, ¿no? Pues no. Los primeros que se construyeron en la pérfida Albión, por ejemplo, eran privados y cobraban una tasa a todos los barcos que arribaban a los puertos cercanos.

Las discográficas debieran seguir el ejemplo de los fareros y, como éstos, buscarse formas más creativas de cobrar a sus usuarios. Bajar los precios, ofrecer ediciones bonitas, con las letras y con información adicional, crear sistemas de abono... las alternativas son muchas y seguro que las mejores aún están por probarse. Pero que no paguen justos por pecadores, por favor.

Daniel Rodríguez Herrera es editor de Programación en castellano.

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