Menú
David Jiménez Torres

Y de repente todo cambia

Reino Unido parece reflejar el desconcierto generalizado del mundo occidental a siete años del comienzo de la crisis.

Quién iba a decirnos que la campaña electoral más aburrida que se recuerda nos iba a deparar una de las elecciones más sorprendentes de las últimas décadas. La contundente victoria del primer ministro David Cameron, la dura derrota de los laboristas, el auge de los nacionalistas escoceses y la masacre marca Tywin Lannister de los liberal-demócratas, dejan una serie de interrogantes que se debatirán a lo largo de las próximas semanas. En primer lugar:

¿Cómo pudieron equivocarse tanto las encuestas?

Desde que empezara la campaña electoral, las encuestas han reflejado siempre un mismo escenario: los conservadores de David Cameron y los laboristas de Ed Miliband estarían empatados en porcentaje de voto y en diputados (se hablaba de un empate a 35% y 273, respectivamente) y ninguno de los dos se acercaría al número de diputados necesario para gobernar en solitario. En realidad, gran parte de la campaña ha versado sobre los pactos que harían Cameron o Miliband para gobernar, en quién se apoyarían, cómo funcionaría un nuevo gobierno de coalición, etc.

A las diez de la noche, tras cerrar el último colegio electoral, llegó la sorpresa: la BBC difundía una encuesta a pie de urna que reflejaba una clara victoria de los conservadores, que llegarían a los 316 diputados. Un comentarista resumió que "o la encuesta a pie de urna está mal, o han estado mal todas y cada una de las encuestas de los últimos meses".

Muchos nos fuimos a dormir pensando que sería lo primero. Pero la mañana ha traído un resultado aún más contundente que el de la encuesta a pie de urna: los conservadores podrán gobernar en solitario con 330 diputados. Ni coaliciones, ni acuerdos, ni nada.

Supongo que ya habrá empleados en las oficinas de Ipsos Mori y similares que están recogiendo el peluche, la foto de los niños, la taza con el escudo del Arsenal. Pero yo no les echaría la culpa. Ni el ambiente en las calles, en los medios o en las redes sociales, ni el tenor de la campaña electoral, hacían suponer semejante apoyo a la labor del gobierno y a la persona del primer ministro.

Hace una semana el ambiente parecía ser una mezcla de aburrimiento y de frustración, era difícil encontrar a alguien que estuviera absolutamente convencido de lo que iba a votar, y muchos no sabían siquiera si se iban a molestar en acercarse a su colegio electoral. Ha sido a última hora cuando toda esa incertidumbre se ha traducido en votantes (la participación ha aumentado ligeramente frente a la de 2010) y en apoyo a la labor del Gobierno y a su plan de futuro.

¿Por qué ha ganado David Cameron?

Una de las grandes consecuencias de la victoria de los conservadores es que ahora, sí o sí, habrá un referéndum acerca de la permanencia de Reino Unido en la Unión Europea. Pero aunque eso sea lo que más interés pueda suscitar en el extranjero, el campo de batalla de estas elecciones ha sido la economía. Cameron ha repetido un mensaje sencillo a lo largo de la campaña electoral: nos elegisteis para salvar al país de la ruina económica, hemos logrado acabar con la espiral negativa de desempleo y de déficit, pero la recuperación aún es muy débil y si ahora nos echáis volveremos a un caos como el de esos países adonde vuela Ryanair.

El partido laborista ha atacado el cómo y el cuándo de esa lucha contra el déficit y el desempleo, las supuestas desigualdades que ha generado, los peligros de la austeridad. Pero los votantes han decidido que confían más en Cameron y en su ministro de Economía, George Osborne, que en un líder primerizo y falto de carisma (Miliband) y un partido que aún está muy asociado con la crisis de 2008.

¿Punto, set, partido? Sólo en lo que a las carreras de ciertos políticos se refiere (Miliband ya ha dimitido). Mucho menos en lo que se refiere a claridad ideológica en el mundo post-2008. Reino Unido parece reflejar el desconcierto generalizado del mundo occidental a siete años del comienzo de la crisis. No han triunfado ni una idea ni una ilusión, sino sencillamente una política de austeridad de dudosa eficacia (el Reino Unido se ha endeudado más en los cinco años de ‘austeridad’ que en los cinco anteriores, si bien es cierto que se vuelve a crear empleo) y en la que ni siquiera los votantes conservadores parecen creer demasiado, pero ante la cual ninguna de las alternativas resulta lo suficientemente creíble para la mayoría del electorado.

Sin embargo, el tamaño de la victoria de los conservadores sobre los laboristas no se puede traducir sencillamente en una victoria de la austeridad sobre el regreso al gasto público, puesto que el margen entre ambos partidos sería mucho menor de no haberse producido la estrepitosa derrota de los laboristas en Escocia.

¿Qué ha pasado en Escocia?

Desde hace décadas Escocia ha sido uno de los bastiones de la izquierda británica en general y del laborismo en particular, una región que encajaba perfectamente con el discurso comunitario y estatalista de la posguerra, y también con el del odio a unas élites lejanas tanto en lo económico como en lo geográfico ("Londres", como el "Madrit" de los nacionalismos ibéricos).

Todo cambió tras el referéndum independentista de finales del año pasado. Los votantes escoceses han dado 56 diputados al partido nacionalista escocés (SNP), cincuenta más que en las últimas elecciones, convirtiéndoles en tercera fuerza de la política británica.

El sentido de su voto no ha cambiado en lo fundamental: el SNP ha incorporado el mismo mensaje anti-austeridad en el que han basado su campaña los laboristas. Pero los escoceses han preferido que la voz contra la austeridad en Westminster tenga acento escocés, aunque sólo sea para oírla quejarse de las leyes que aprueban los conservadores y murmurar que claro, que ellos ya lo sabían, que así cómo se va a poder.

Que todo esto haya sucedido después de la derrota en el referéndum independentista, aquel que había supuesto el alfa y el omega del programa del SNP, y de la dimisión de su líder Alex Salmond, es algo que estaremos analizando durante meses.

Quizá el mero hecho del referéndum, a pesar del resultado, reforzó el exclusivismo identitario de los escoceses, su percepción de ser un mundo aparte del resto del país, una región diferenciada que debía atenerse a sus propios intereses. La campaña del "no" se centró en la conveniencia, en los beneficios tangibles que sacaba Escocia de permanecer en el Reino Unido, y una vez incorporada esa lógica ¿por qué iban a votar los escoceses por otro partido que el que les promete conseguir beneficios exclusivamente para ellos?

En todo caso, los próximos cinco años se presentan más tensos que nunca para la relación entre Escocia y el resto del Reino Unido. Es previsible que el medio centenar de diputados nacionalistas se oponga a cualquier medida de Cameron, guardándose el comodín de un nuevo referéndum hasta el momento en que haya quedado suficientemente demostrada la "imposible convivencia".

Por muchos errores que haya cometido Miliband, a los que nos asquea el tipo de retórica que ya han echado al vuelo los nacionalistas (Salmond anunciaba esta mañana que "the Scottish lion has roared across the country!", "¡el león escocés ha rugido a lo largo y ancho del país!") no puede dejar de parecernos preocupante la derrota del laborismo en Escocia, su aire de irreversibilidad.

¿Qué han hecho los liberal-demócratas para merecer esto?

El otro gran perdedor de la noche ha sido el partido liberal-demócrata del hasta ahora viceprimer ministro Nick Clegg, que ha pasado del medio centenar de diputados a sólo 8, perdiendo además a históricos del partido como Vince Cable o a pesos pesados como Danny Alexander. De ser la tercera fuerza emergente de la política británica ha regresado al precipicio de la irrelevancia.

Los votantes no han perdonado que un partido que se vendía como progresista entrara en coalición con los conservadores. Se adivinan tiempos convulsos en el partido tras dimisión de Clegg y el debate que se abrirá acerca de las esencias, la ideología, quiénes somos, por qué estamos aquí.

La situación es sorprendente: siendo los compañeros minoritarios en el gobierno de coalición, habiendo realizado una labor responsable durante los últimos cinco años al no ceder a la tentación de desestabilizar al país para sacar rédito electoral (podrían haberse retirado de la coalición en cualquier momento y haber obligado a convocar elecciones), los lib-dems parecen haberse tragado todo el desgaste del gobierno. Han supuesto un escudo extraordinario para Cameron y los conservadores, quienes aún no entienden cómo se han cargado a su principal adversario por el centro sin casi habérselo propuesto.

Nick Clegg lo había apostado todo a la supuesta atracción de la madurez y la seriedad: creía que mostrando que su partido podía gobernar, que podían ser una fuerza creíble en la política británica, que podían ser más que un voto de protesta, resultarían una opción mucho más atractiva para el electorado. No entendió el gancho irresistible que tiene la acusación de haber "traicionado a sus principios", ese mantra que se ha repetido durante los últimos meses cada vez que se mencionaba a los lib-dems. Cada vez que aparecía Nick Clegg en campaña uno casi esperaba que le saliera por detrás un fan del folk enfurecido que gritara: "¡Judas!".

La lección que supone este ejemplo para las "terceras fuerzas" emergentes de otros países no puede ser más desalentadora.

En Internacional

    0
    comentarios