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David Jiménez Torres

Peligros de los matrimonios de conveniencia

En ningún momento de la campaña consiguieron los nuevos conservadores definir la imagen que tenían para transformar el país, ni tampoco vendérsela a la gran mayoría del electorado. No han jugado a ganar sino a que el enemigo perdiese.

En la estación de metro de Tottenham Court Road, en el corazón de Londres, una pizarra anunciaba que todas las líneas gozaban de "buen servicio". Debajo, escrito con el mismo rotulador, se anunciaba: "David Cameron es el nuevo primer ministro. ¡Estamos perdidos!". Unas cuantas manzanas al norte, ante el amplio cañón de cemento que es Euston Road, un póster gigantesco de Unison, uno de los mayores sindicatos británicos, mostraba un hacha enorme sobre fondo blanco. El eslogan rezaba: "Mira lo que hay en el primer presupuesto de los tories".

Imágenes que resaltaban, a escasas horas de anunciarse que los conservadores y los liberal-demócratas habían llegado a un acuerdo para formar un gobierno de coalición, que la llegada de éste ha sido todo menos triunfal, que su futura andadura es muy incierta, y que se verá acechado por infinidad de peligros. Lo confirmaban poco después David Cameron y Nick Clegg, que en su rueda de prensa conjunta lograron dar una imagen de unidad y de pragmatismo, pero que no lograron ahuyentar la impresión de que ninguno de los dos hubiera deseado, hace un mes, encontrarse en esa situación: los conservadores, teniendo que pactar para formar gobierno; los liberal-demócratas, aupando a un gobierno conservador en vez de merendarse los restos del laborismo. El modelo de David Cameron siempre ha sido Tony Blair, y sin embargo qué distinta ha sido su trabajosa (¿y pírrica?) llegada al poder, en comparación con la mesiánica campaña y aplastante victoria del nuevo laborismo en 1997.

Resulta imposible predecir el éxito o incluso la duración de este nuevo gobierno. Las dificultades se anuncian a todos los niveles: en el Gabinete, en los partidos, en las bases y en la oposición. No será fácil para Cameron y Clegg manejar los egos del nuevo Gabinete, sobre todo los de sus respectivos gurús económicos, George Osborne y Vince Cable, que desde las carteras de Economía y Comercio estarán encargados de reconducir la economía británica. En cuanto a los diputados, habrá que ver si los tories resisten la tentación de saltarse a la torera cada una de las peticiones de los lib-dems, y si éstos últimos aguantan la de dinamitar el gobierno a la primera de cambio. Por lo que respecta a las bases, habrá que ver cómo les sientan los compromisos que serán necesarios entre ambos partidos para que la coalición funcione; los lib-dems podrían sufrir una verdadera sangría de votantes de izquierdas (su electorado más fiel) en cuanto el nuevo Gobierno empiece a anunciar recortes.

Y luego está el laborismo, ahora en la oposición y blandiendo el odio a la derecha que, como han demostrado sus sorprendentes resultados en las elecciones, sigue siendo un arma temible del arsenal político británico. En los pocos días que han transcurrido desde las elecciones, han logrado 12.000 afiliados nuevos y se han deshecho de uno bastante molesto: Gordon Brown. Esto, sumado a las altas posibilidades de fracaso del nuevo Gobierno, a la impopularidad que pueden reportarle los recortes que deberá hacer para reducir el déficit, y a la posible sangría de votantes de izquierdas que pueden sufrir los lib-dems, apunta a la posibilidad de un pronto resurgir del laborismo; un movimiento que sigue gozando de hegemonía sociológica.

Pero también existen buenas vibraciones y algunas señales positivas, al menos para el espectador más o menos desapasionado. Por lo pronto, la blandura ideológica de Cameron (algunos lo llaman "talante") lo convierte en el candidato idóneo para manejar el fluido tráfico negociador que será el día a día de su nuevo Gabinete; Clegg, por su parte, también parece un tipo sensato y responsable (si bien aparece en todas las fotos del nuevo Gabinete como un conejito asustado). En materia de política exterior, parecería que ambos partidos están corrigiendo las fobias y excesos de su compañero: el viaje del nuevo ministro de Exteriores a EE UU para fortalecer las relaciones entre los dos países, al igual que sus declaraciones en contra del programa nuclear iraní, parecen demostrar que los conservadores no piensan hacer concesiones a la americanofobia de los lib-dems; y el nombramiento de un pragmático para la cartera de Asuntos Europeos es una indicación de que los de Clegg están corrigiendo el euroescepticismo de los tories, el que les ha llevado a acciones tan absurdas como salirse del Partido Popular Europeo. Finalmente, el anuncio de los hermanos Miliband, Ed y David, de que ambos piensan postularse para obtener el liderazgo del laborismo, parece simbolizar la posibilidad de que el partido de la oposición se hunda en una gran lucha fratricida; eso, por no hablar del posible escoramiento a la izquierda que puede resultar de unas elecciones internas.

Habrá que seguir muy de cerca el progreso del nuevo Gobierno Cameron-Clegg, de cuya gestación ya podemos extraer varias conclusiones para España. La primera es que los lib-dems, partido fundamentalmente progresista, se han avenido a pactar con los conservadores, aceptando su mayor legitimidad (al ser el partido con más votos) para formar gobierno. Admirable ejercicio de responsabilidad política del que podríamos aprender en el país de los cordones sanitarios, los tripartitos, los hexapartitos y demás aberraciones de la izquierda. Mayores conclusiones puede sacar la derecha: a pesar de tenerlo casi todo a favor, y aunque han logrado un gran ascenso con respecto a las últimas generales, los conservadores de David Cameron no han logrado la mayoría absoluta. En ningún momento de la campaña consiguieron los nuevos conservadores definir la imagen que tenían para transformar el país, ni tampoco vendérsela a la gran mayoría del electorado. No han jugado a ganar sino a que el enemigo, lastrado y extenuado, perdiese. Lo ha hecho, y han tenido la suerte de encontrar un tercer partido razonable con el que pactar. Pero, en España, ¿con quién podría pactar Rajoy?

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