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Diana Molineaux

Mirando atrás con pena

Los norteamericanos preparaban una sobria conmemoración de los ataques terroristas del once de septiembre, convertido en el “Día del Patriota”, sin que nadie necesite recordarles cuánto ha cambiado su país en los últimos dos años y sin poder evitar la nostalgia por su forma de vivir despreocupada que ya no pueden recuperar.

El presidente Bush buscó el marco de la Academia del FBI para asegurar al país que toma las medidas de protección más exhaustivas para garantizar su seguridad, una afirmación innecesaria pues los cambios son evidentes para cualquier ciudadano de a pie, que ha de sufrir controles diarios, desde la creciente lista de documentos para obtener un permiso de conducir, al más inocuo de los viajes en avión, pues las maletas llegan con frecuencia revueltas, con un aviso de que las han abierto “por su seguridad”.

Antes, los turistas que venían a Estados Unidos se maravillaban por la falta de policía y vigilancia, pero hoy en día hasta los bedeles de edificios particulares exigen en tono autoritario la identificación de los visitantes. Algo impensable hasta ahora en un país que sigue rechazando un documento de identidad para impedir que el Estado se meta donde no le importa.

Más señalado aún es que apenas hay protestas y que hay una tolerancia nueva ante los costos en dinero y en vidas de la guerra del Irak, porque el 69% de los norteamericanos cree que Sadam Hussein estuvo involucrado en los ataques de hace dos años, por mucho que nadie haya presentado hasta ahora ninguna prueba de ello. Hay incluso paciencia para fiascos como el apagón del mes pasado, que dejó la esquina nordeste del país sin electricidad: en vez de protestas, lo que hubo fue un respiro de alivio al oír que se trataba de incompetencia, avaricia o errores de las empresas eléctricas, pero no de terrorismo.

Para Bush, esto significa la garantía de que le concedan los 87 mil millones de dólares que pidió al Congreso para la guerra y reconstrucción del Irak; también, que las familias de reservistas y militares de carrera no irán muy lejos con su protesta por la duración del despliegue, prolongada ante la evidente falta de personal uniformado que los substituya.

Lo que ya no significa es un beneficio electoral: los norteamericanos están menos inclinados a entusiasmarse por las declaraciones patrióticas de sus líderes, especialmente si, como en el caso de Bush, no preside sobre una buena marcha de la economía. Es algo que se refleja en las críticas de los demócratas, envalentonados por la erosión de popularidad de Bush y que, por primera vez, se atreven a criticar su estrategia en Irak o la forma de planificar la campaña y, especialmente, la fase de ocupación.

El terreno lo abona el alarmismo de la prensa, que se ceba en las dificultades del Irak y apenas recoge las mejoras, con lo que ofrece un cuadro lamentable y casi desesperado. Al Qaeda lo aprovecha para lograr el máximo impacto de sus amenazas, como las del video que envió a Al-Yazira en la víspera del aniversario, que tan solo desanimó a los hipersensibles agentes de bolsa que arrastraron a la baja las cotizaciones a medida que escuchaban una voz incitando a más ataques y veían los paseos de un Osama bin Laden sorprendentemente rejuvenecido. Pero ni siquiera hizo elevar aquí el nivel oficial de alerta, ni redujo la asistencia a cenas y conciertos: los norteamericanos van aprendiendo a vivir con el terror.


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