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EDITORIAL

25 años de generosidad traicionada

Se ha dicho muchas veces que la Constitución de 1978 fue el fruto de un amplio consenso cuyo objetivo era dar cauces de expresión a todas las formas de ser español. La idea original era construir un amplio edificio sobre el solar común de la unidad y la soberanía nacional y sustentarlo sobre los pilares de la democracia, las libertades y el Estado de derecho, para que pudiera albergar a la totalidad de los españoles. En definitiva, se trataba de construir una casa común donde nadie se sintiera incómodo, donde nadie tuviera que renunciar a lo esencial de sus ideas y sus creencias para poder ser ciudadano de pleno derecho. Y, sobre todo, se trataba de superar definitivamente los mitos autoritarios y totalitarios que cautivaron a los españoles durante tantos años. De desembarazarse de las entelequias que causaron nuestro aislamiento, que frenaron nuestro progreso y que cercenaron nuestras libertades.
 
Una generación después, la "refundación" de España como auténtico Estado democrático y de derecho arroja en lo material un balance realmente positivo que supera incluso las expectativas de los constituyentes más optimistas. Como señalaron el Rey y la presidenta del Congreso, España es un país próspero que goza de una calidad de vida homologable con la de los más avanzados. La octava economía del mundo ocupa hoy el lugar que le corresponde en los foros internacionales. Se ha superado la marginación y el aislamiento seculares que habían sido la constante de nuestra política exterior en el siglo XX. Y lo que es tanto o más importante: nuestro país poco o nada tiene que envidiar –salvo las excepciones que, por desgracia, todos conocemos– a los de nuestro entorno en lo que toca al ejercicio y las garantías de los derechos fundamentales.
 
Sin embargo, es preciso admitir que uno de los máximos objetivos de los constituyentes, la leal integración de los nacionalistas en la España democrática, ha fracasado en lo fundamental: la derecha y la izquierda, especialmente la segunda, cometieron el error de creer que los nacionalistas renunciarían a su programa máximo a cambio de una amplia comprensión hacia sus "sensibilidades". Gregorio Peces-Barba, uno de los ponentes constitucionales, reconoció recientemente que se sentía engañado por los nacionalistas, quienes han traicionado sistemáticamente la generosidad y la buena fe –no exenta, ciertamente, de grandes dosis de ingenuidad, de oportunismo y de absurdos complejos de culpa– de los constituyentes y de los gobiernos democráticos como un primer paso hacia lo que hoy plantean Ibarretxe y Rovira: la ruptura de España en aras de los mismos rancios mitos decimonónicos que demolieron las libertades y ensangrentaron España y Europa durante el siglo XX.
 
La reciente experiencia de Yugoslavia demostró una vez más que una nación democrática moderna no puede constituirse sobre la base de mitos raciales o de "excepciones culturales" que, necesariamente, siempre negarán la condición de ciudadano a minorías –o incluso mayorías– más o menos amplias. La única forma viable de hacerlo es sobre la base de un Estado de derecho que garantice eficazmente los derechos fundamentales a todos y cada uno de los ciudadanos. Y la mejor garantía de esos derechos es, precisamente, la unidad de España articulada sobre la base de los valores y principios constitucionales.
 
Puede decirse sin temor a exagerar que la vía del diálogo y de la comprensión con los nacionalismos ya ha agotado todas sus posibilidades. La desafortunada exhortación del Rey al diálogo y al consenso en su discurso ante las Cortes –muy celebrada por el PSOE y los nacionalistas, cuyos principales líderes, por cierto, dejaron de acudir una vez más a celebrar la Constitución de la que emana su excesivo poder y protagonismo– resulta anacrónica y fuera de lugar cuando nadie hoy pone en cuestión el Estado de las autonomías y cuando la Constitución ofrece cauces más que suficientes para dar cabida a todas las "sensibilidades". Habría sido deseable una postura más enérgica del monarca en contra de quienes desafían –de momento, impunemente– al Estado de derecho. De quienes invocan, curiosamente, los mismos mitos y disparates del regeneracionismo, ya superados en toda España... salvo en el País Vasco y Cataluña, que conservan los últimos vestigios del "casticismo" que cerraron por tanto tiempo a España el acceso a la modernidad.
 
Tras veinticinco años de generosidad traicionada, cuyos resultados evidentes han sido la merma de las libertades en Cataluña y, sobre todo, en el País Vasco –donde defender la Constitución equivale a jugarse la vida– no merecen nuevas ofertas de consenso y de diálogo, ni tampoco "ofertas alternativas" que debiliten el frente común que todos los partidos democráticos tienen el deber de oponer contra quienes se sirven de la Constitución como herramienta para fines que nada tienen que ver con los valores de libertad, igualdad y pluralismo político consagrados en ella. En este sentido, el PSOE, un partido que se dice progresista, debería tener muy presente que ya sólo queda aplicar la Ley a quienes creen que la tradición y los "sentimientos" les colocan por encima de ella. Porque hay "tradiciones" y "sentimientos" incompatibles con los valores constitucionales. Del mismo modo que la Ley no acepta la "peculiaridad" del sometimiento de la mujer en el Islam, tampoco debe aceptar el sometimiento de los no nacionalistas al "pensamiento único" dominante en Cataluña y el País Vasco. Ciertamente, la Constitución no es, ni debe ser, un monolito intocable. Pero para reformarla es preciso el mismo grado de consenso que la vio nacer. Y sólo tendría sentido reformarla precisamente para reforzar las garantías de los derechos y libertades individuales. Porque, al fin y al cabo, es el individuo, y no el "pueblo", el sujeto de esos derechos y libertades.

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