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EDITORIAL

Borrell y Llamazares, martillos de herejes

Hace ya mucho tiempo que el Estado del bienestar alcanzó su apogeo de prestigio y popularidad. Concebido, poco después de la II Guerra Mundial, como la solución definitiva a todos los problemas materiales del individuo –y también como una concesión en Europa al expansionismo ideológico del socialismo–, el Estado del bienestar y su justificación teórico-económica (el keynesianismo) comenzaron su decadencia a mediados de los años setenta. Fue entonces cuando se comprobó que el crecimiento económico, la estabilidad de precios y la creación de empleo eran incompatibles con la protección "desde la cuna hasta la tumba". Un ideal apoyado en impuestos confiscatorios, en abultados déficit públicos y en legislaciones económicas y laborales que, paradójicamente, eran la mejor forma de impedir precisamente aquello que querían lograr: el bienestar social.
 
La inmensa mayoría de los economistas de prestigio, independientemente de su posición política, admiten que el Estado del bienestar, aun en sus moderadas pretensiones actuales, es inviable a medio y largo plazo. Y la mayoría está de acuerdo en que para salvar y consolidar las principales prestaciones del Estado del bienestar –las pensiones, la sanidad y la educación– es preciso introducir reformas que permitan dotarlo de estabilidad a largo plazo, para que en épocas de crisis no se convierta en un pesado lastre que impida o frene la recuperación económica.
 
Y el momento actual de la economía española sería el más adecuado para acometerlas. Las políticas del PP han legado unas cuentas públicas saneadas y un superávit en la Seguridad Social, cuyo número de cotizantes supera ya los 17 millones. Es decir, este sería el mejor momento para plantearse, en lo que toca a las pensiones, un sistema de capitalización o, al menos, un sistema mixto. Y también sería un buen momento para ir dando entrada al sector privado en la sanidad pública y en la educación. O, al menos, para ir introduciendo métodos de financiación y de gestión que saquen el máximo partido y las máximas prestaciones del dinero de los contribuyentes. No tanto por mor de lo privado o por inquina hacia lo público, sino porque, en primer lugar, es necesario garantizar en el largo plazo los compromisos y las deudas que el Estado ha ido contrayendo con todos aquellos que pagan impuestos y con todos los que cotizan y han cotizado a la Seguridad Social. Y en segundo lugar porque, como ha demostrado la experiencia de otros países como Chile o Nueva Zelanda, para garantizar las pensiones, la sanidad y la educación de los ciudadanos menos favorecidos no es, en absoluto, necesario recurrir a un sistema que consume más del 40% de la riqueza que crean los empresarios y los trabajadores.
 
Sin embargo, el Estado del bienestar, como ocurre con la mayoría de las instituciones económicas que nacen al abrigo del Estado, ha fomentado una red de intereses creados –sobre todo políticos– que son ajenos a su naturaleza y sus objetivos. La izquierda ha hecho bandera del Estado del bienestar, del que, con una estudiada y calculada demagogia, ha obtenido buena parte –la mayor parte, habría que decir– de su fuerza política. Pues ya no se trata de defender –de buena fe, aunque con argumentos equivocados– que los menos favorecidos puedan acceder a los beneficios de la sanidad, de la educación o de las pensiones de jubilación. Se trata, simplemente, de mantener una cuota de poder político que desaparecería si la mayoría de los ciudadanos pudiera comprobar que existen otros métodos mucho menos onerosos para garantizar la educación, la sanidad y las pensiones de todos.
 
Por eso la izquierda, cuando alguien se atreve a cuestionar el dogma del Estado del bienestar, reacciona con inusitada virulencia. La izquierda sencillamente no permite que surjan debates sobre cuál es la mejor forma de garantizar a todos los ciudadanos la educación, la sanidad o las pensiones. Y cuando alguien, como Alfredo Sáez, se atreve a levantar una voz crítica, surgen inquisidores como Borrell y Llamazares lanzando amenazas y exigiendo juicios sumarísimos, condenas sociales y boicot de todo tipo contra los "herejes" que ponen en tela de juicio las fuentes del poder y del prestigio de la izquierda. Todo está permitido, hasta blasfemar, en nombre de la libertad de expresión. Todo salvo poner en cuestión los dogmas de fe de la izquierda. Porque entonces los defensores de la libertad de expresión –de la izquierda, naturalmente– se convierten en martillos de herejes y en cazadores de brujas.

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