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EDITORIAL

Bush-Kerry, comienza la campaña

Cuando una política se demuestra que funciona, como es el caso de la que ha realizado Bush más allá de sus fronteras, hasta los rivales políticos han de rendirse a la evidencia

Apenas recuperado del debate televisivo que se ha celebrado esta semana en Miami, el candidato republicano George W. Bush, enfila el último y decisivo tramo que, si los norteamericanos así lo desean, le permitirá disfrutar durante otros cuatro años de la presidencia de la nación más poderosa del mundo.
 
El debate, que versó exclusivamente de política internacional, terminó técnicamente en tablas. Tanto Bush como su contrincante del Partido Demócrata, John F. Kerry, desplegaron su artillería pesada, y nunca mejor traída la comparación, para defender sus –no siempre divergentes– puntos de vista sobre la intervención aliada en Irak. Kerry aseguró que, de ganar las elecciones, concertará una sólida alianza en torno a Washington para resolver el problema de Oriente Medio. Buena intención sin duda pero condenada al fracaso. El actual inquilino de la Casa Blanca lleva dos años tratando de hacer lo mismo y no lo consigue. Y no por falta de voluntad precisamente. La poca disposición al diálogo y las posiciones maximalistas provienen más de las cancillerías de este lado del Atlántico que del Departamento de Estado que dirige Colin Powell.
 
Con aliados o sin ellos ambos candidatos mostraron su acuerdo en emprender "ataques preventivos" cuando la seguridad nacional así lo exigiese. A los estrategas del Partido Demócrata nos les ha quedado más remedio que transigir en este aspecto si no quieren perder definitivamente las esperanzas de convertir a John Kerry en el próximo presidente del país. Buena señal. Cuando una política se demuestra que funciona, como es el caso de la que ha realizado Bush más allá de sus fronteras, hasta los rivales políticos han de rendirse a la evidencia. Bastante daño ha hecho ya Michael Moore y la plétora de militantes antisistema que hace un mes se manifestaron en Nueva York contra la Convención Republicana, como para tentar a la fortuna poniéndose en contra del deseo del ciudadano medio que, en Norteamérica y a pesar de la prensa europea, sigue sintiendo cierto orgullo de pertenecer a una nación libre. Y, lo que es más importante, a defenderla.
 
Los medios de comunicación de aquí, de este continente nuestro devastado moralmente, se han alineado sin fisuras con Kerry –aun sin hacerles demasiada ilusión– y ya ayer cantaban victoria o, mejor dicho, derrota del Satán encarnado en George Bush. Una vez más el fanatismo antiyanqui les pierde y corren el riesgo de equivocarse. Los asesores de Bush, conocedores de la modesta cintura de su candidato en los cara a cara, han inaugurado un nuevo frente, el fiscal. Este sábado el candidato conservador anunció un recorte de impuestos de unos 150.000 millones de dólares que beneficiará a 94 millones de estadounidenses, esto es, a un tercio de la población. Como en los Estados Unidos no hay cien millones de multimillonarios al estilo del izquierdista George Soros, es de suponer que la rebaja fiscal afectará a todas las clases sociales.
 
Bajar los impuestos es sinónimo –y de esto Zapatero aún no se ha enterado– de crecimiento y prosperidad. A los tres grandes recortes fiscales del siglo XX (el de Hardin, el de Kennedy y el de Reagan) le sucedieron años expansivos y de grato recuerdo para los norteamericanos. La apuesta de Bush es, sin embargo, arriesgada. Su propuesta de bajar impuestos coincide con un aumento en el gasto que pretende suplir con el previsible boom del sector privado. Las cuentas probablemente cuadren pero lo harían mejor si, en lugar de abrir la espita del gasto público –como es su intención– la cerrase a cal y canto. Una sociedad que paga pocos impuestos es más rica, una en la que, además, el Estado gasta poco, es considerablemente más libre.

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