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EDITORIAL

Caídos por la causa más noble

En el siglo V antes de Cristo, la amenaza contra Occidente era el Imperio Persa. En los siglos XVI y XVII fue el Imperio Otomano. En el siglo XX fueron el nazismo y el comunismo. Y en el XXI, después del 11-S, nadie puede dudar de que es el terrorismo, especialmente el inspirado por el fanatismo islamista, el principal reto al que se enfrenta Occidente. La primera civilización que, con todos sus defectos y sus sombras, ha convertido el derecho a decir ‘no’ en un derecho fundamental. Y es este sagrado derecho, de donde arrancan los conceptos de libertad y dignidad humana sobre los que se asienta la cultura occidental, el que los terroristas –ya sean islámicos, palestinos o nacionalistas– quieren destruir para que la humanidad vuelva a ser lo que ha sido a lo largo de casi toda su historia: una sucesión de despotismos donde la vida de las personas no es un fin en sí misma, sino un mero instrumento al albur de los caprichos y la megalomanía del jerifalte de turno.
 
Es en Israel y, sobre todo, en Irak donde la guerra que los terroristas han declarado a Occidente está viviendo su primera batalla decisiva. Una batalla cuyo primer combate, en contra de lo que la mayoría de los medios de comunicación quieren dar a entender, ya ha ganado el mundo occidental. Por dos razones: la primera es que los talibanes y Sadam Husein, feroces tiranías patrocinadoras del terrorismo internacional, han sido expulsadas del poder, y sus antiguos súbditos tienen hoy, por primera vez en muchísimos años, la oportunidad de convertirse en ciudadanos. Y la segunda es que la intervención de los aliados en Irak ha conseguido que los terroristas, en lugar de multiplicar sus masacres contra civiles indefensos a lo largo y ancho del mundo, concentren gran parte de sus energías en atentar en Irak contra las fuerzas de pacificación. Si bien es cierto que los asesinos enemigos de la libertad no han renunciado a extender el terror por el mundo civilizado –Bali, Casablanca, Estambul...–, no es menos cierto que, de haber continuado los talibanes en Afganistán y Sadam Husein en el poder, muy probablemente tendríamos hoy que lamentar muchas más masacres.
 
Pero son muchos, por desgracia, los que afirman que no ha merecido la pena arriesgar las vidas de los militares occidentales y de los civiles iraquíes para eliminar un régimen atroz que sembró Irak de cárceles y de fosas comunes. Y el asesinato de siete funcionarios del CNI, que colaboraban en la noble misión de dar a los iraquíes la oportunidad de convertirse en dueños de su propio destino, les sirve de pretexto para invocar la temeraria política del avestruz: dejar a los iraquíes a merced de Sadam y Al Qaeda, ceder ante la barbarie y esconder la cabeza bajo espesas capas de insensatez y cobardía. Con la vana, hipócrita e insolidaria esperanza de que los terroristas sólo se ceben con los de siempre: judíos y americanos.
 
Con todo, hay que señalar no obstante que la planificación de la seguridad en la posguerra iraquí adolece de graves defectos. Quizá la prueba más elocuente sea precisamente el asesinato de nuestros siete compatriotas a las afueras de Bagdad cuando viajaban juntos en un mismo vehículo. Es difícil entender cómo, en una zona de alto riesgo, los miembros de nuestro servicio de inteligencia viajaran, sin camuflaje ni protección, por una carretera donde los atentados son moneda corriente. Este misterio se une al del asesinato del sargento Bernal, otro miembro del CNI, quien probablemente también fue víctima de una incomprensible fe en cierto personal iraquí que muy bien podría haber “fijado objetivos” a los terroristas.
 
Por tanto, a la laudable declaración institucional del presidente del Gobierno, que reafirmó –como no podía ser menos– el compromiso de España en la guerra contra el terrorismo, también tendría que unirse una explicación convincente de cuáles fueron las causas de lo que, a primera vista, cabría calificar como una grave negligencia en materia de seguridad. Es cierto que el ineludible compromiso de España en tan nobles causas como la libertad de los iraquíes y la guerra contra el terrorismo conlleva grandes riesgos, especialmente para nuestros militares. La vida de esos siete compatriotas es un dolorosísimo tributo que han arrebatado los fanáticos enemigos de la libertad. Como dijo José María Aznar, “la memoria de los siete agentes fallecidos es la que dignifica a todos los que han dado su vida para que la nuestra sea mejor y más segura. Quizá por ello, precisamente, es ineludible asegurarse de que su sacrificio no haya sido provocado por una imperdonable negligencia.

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