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EDITORIAL

Caiga quien caiga

España padece un cáncer que se llama corrupción política y que, lejos de remitir, parece haber hecho metástasis.

España padece un cáncer que se llama corrupción política y que, lejos de remitir, parece haber hecho metástasis. No es de extrañar que los políticos y los partidos sean percibidos como una casta intocable y privilegiada, hasta el punto de que en las encuestas figuran como el tercer problema más importante del país, tan sólo superado por el paro y los efectos derivados de la crisis económica, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). El caso Bárcenas y el supuesto reparto de sobres con dinero negro a miembros de la cúpula del PP es tan sólo el último capítulo de una tragedia con años de historia.

En España la corrupción no sería un hecho aislado y excepcional, como sí lo es en la mayoría de los países desarrollados, sino un problema estructural que afecta a todos los ámbitos de la Administración Pública. Así, numerosos ayuntamientos y diputaciones se han convertido en terreno propicio para el cobro de comisiones, el nepotismo y el enriquecimiento ilícito, como bien refleja el caso Malaya (Marbella), por poner un solo ejemplo. Las comunidades autónomas no se quedan atrás: los casos ERE, Mercasevilla, Invercaria (Andalucía), Palau, Pallerols, Familia Pujol (Cataluña), Palma Arena (Baleares), etcétera, son reconocidas muestras del fenómeno que venimos denunciando. En el ámbito del Gobierno de la Nación, sonado fue el encuentro de José Blanco, entonces ministro de Fomento, con el empresario José Dorribo, implicado en una supuesta trama de comisiones ilegales, en una gasolinera gallega para tratar "asuntos personales" que, hoy por hoy, están bajo investigación judicial.

La sospecha se extiende sobre todas las esferas del Poder. Ahí están los polémicos viajes del expresidente del Consejo General del Poder Judicial Carlos Dívar a costa del contribuyente, y, por supuesto, el caso Urdangarín, que ha alcanzado de lleno a la imagen de la Corona.

La financiación irregular de los partidos políticos supone un capítulo aparte. Ahí está el caso Pallerols, por el que Unió Democràtica de Catalunya ha terminado reconociendo su financiación ilegal tras alcanzar un bochornoso acuerdo con la Fiscalía, es el penúltimo de la lista, en la que también se cuentan los célebres casos Filesa (PSOE) y Naseiro (PP). En la actualidad, cerca de 400 políticos están imputados por presuntos delitos de corrupción, en todo el territorio nacional y a todos los niveles administrativos.

Todo parece indicar que la corrupción política no es la excepción sino la regla. El PP no puede mirar para otro lado, intentando escurrir un bulto que amenaza con destruir su crédito y la honorabilidad de buena parte de su dirigencia. Génova tiene que actuar de forma contundente y depurar responsabilidades, caiga quien caiga y le pese a quien le pese. Lo contrario no sólo sería inmoral, sino condenable jurídicamente y, sobre todo, un suicidio electoral.

En última instancia, de nuevo queda meridianamente claro que España necesita acometer una reforma en profundidad de sus estructuras, para, por ejemplo, garantizar la total independencia del Poder Judicial, a fin de que este tipo de delitos no queden impunes. Asimismo, ha de modificarse el modelo de financiación de los partidos: deben reducirse de forma drástica las subvenciones a ellos destinadas y han de estar sometidos a estrechísima vigilancia, para que no saquen tajada de actividades ilícitas como el cobro de comisiones.

La situación es crítica. Está en juego la mera pervivencia de España como sociedad desarrollada y Estado de Derecho digno de tal nombre.

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