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EDITORIAL

Cien días de Sarkozy

Como candidato llegó a la Presidencia prometiendo cambios. No cabe duda de que ha hecho algunos, pero es difícil calificarlos en conjunto como algo revolucionario.

Como tantas cosas, la costumbre que tenemos de examinar a un gobernante tras pasar éste cien días en el cargo es una herencia francesa. Nada más apropiado, pues, que acudir a ella para evaluar el comienzo del mandato de Nicolas Sarkozy. Como candidato llegó a la Presidencia prometiendo cambios. No cabe duda de que ha hecho algunos, pero es difícil calificarlos en conjunto como algo revolucionario.

Afortunadamente, si hay algo que no ha cambiado es la firmeza del Gobierno francés en la lucha contra ETA. Durante el alto el fuego "permanente", sólo la policía gala (y, en alguna ocasión, la afortunadamente desobediente Guardia Civil) hizo algunas detenciones. Desde que se rompió esa tregua "permanente", un hecho que sucedió muy poco después de que Sarkozy asumiera el cargo, Francia no ha parado de detener terroristas etarras. En el problema que más nos preocupa a los españoles, hay que reconocer que no se puede hacer queja ninguna.

En su política exterior, lo mejor que se puede decir es que ha dejado de ser Chirac. El anterior presidente francés, casi más gaullista que De Gaulle, procuró inventarse un poder alternativo que se opusiera en todo a Estados Unidos. Sarkozy parece tener la intención de seguir su propia vía que en algunas cosas coincidirá con el gigante norteamericano y en otras no, pero sin buscar enfrentamientos innecesarios. Sus medidas más señaladas en política exterior, el rescate de las enfermeras búlgaras en Libia y su intermediación en Colombia, han tenido lugar en escenarios que no forman parte de la primera línea de preocupaciones de Estados Unidos. Desgraciadamente, van en la vía de negociar y apaciguar a países u organizaciones que no se merecen precisamente ningún premio por su comportamiento.

Su mayor éxito desde que asumió la Presidencia ha sido, sin duda alguna, su manera de desactivar a la oposición. Ha escogido a las cabezas más valiosas del socialismo francés, que tampoco es que sean muchas ni excesivamente destacables, y las ha seducido con entrar en el Gobierno o en cargos de instituciones de consenso, como la comisión de reforma política. El único que se quedó fuera de este reparto será, si todo sale según sus planes, expulsado hacia el FMI. De este modo, enfrente sólo ha quedado la ex pareja de Hollande y Royal y los líderes más jóvenes que puedan surgir. Si ha de enfrentarse con los dos primeros, tiene casi garantizada una presidencia y una reelección de lo más tranquilas.

Las medidas que ha adoptado para sacar a Francia de su lento suicidio económico y social han ido en el buen camino, pero resultan harto insuficientes. El problema de Sarkozy es que, aun entendiendo que las reformas liberales es la única vía, él personalmente no es liberal y no le gusta tener que tomarlas, de modo que procurará hacer lo mínimo imprescindible para que todo siga adelante sin que nada cambie demasiado. Su reforma de la ley de huelgas es un ejemplo claro. El Estado podrá imponer servicios mínimos, pero no retira las grandes subvenciones que han convertido a los sindicatos franceses en unas fuerzas reaccionarias con una mínima representación entre los trabajadores.

No obstante, la oposición que ha encontrado hasta el momento es mínima y se ha centrado en que si su mujer ha participado en la liberación de las enfermeras búlgaras y con qué derecho, o en sus vacaciones en Estados Unidos. La cosa sólo se le puede torcer si llegan, que llegarán, disturbios como aquellos con los que últimamente los franceses se ha acostumbrado a convivir. Ahí caminará entre dos fuegos. Si no reacciona con firmeza, todo su discurso se derrumbará. Si lo hace, es posible que algunos de los miembros socialistas de su gabinete no le sigan. Será entonces cuando se podrá empezar a hacer un dictamen más certero de lo que se puede esperar de él. Hacerlo ahora es sólo otra costumbre francesa.

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