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EDITORIAL

Con o sin pacto, las pensiones hacen agua

Cualquiera con un mínimo de sentido común lo sabe, incluida la casta política, primera interesada en mantener a flote un tinglado clientelar muy jugoso y muy rentable en votos.

La estafa piramidal del sistema de reparto de pensiones vuelve a hacer aguas. Ha pasado más de una década desde que se cerró en falso un debate necesario y, ahora ya, inaplazable. Ni los gobiernos del PP ni, naturalmente, los del PSOE han querido entrar durante los años de bonanza en este tema y toca ahora pagar la factura con todos los recargos. El Gobierno actual, el del pleno empleo y la prosperidad infinita, se encuentra frente a un problema de difícil solución y que, más tarde o más temprano, le va a obligar a tomar decisiones drásticas, poco populares y que van en contra de una de sus bolsas predilectas de voto cautivo.

Nuestro sistema de pensiones es de reparto, es decir, la pensión de los jubilados no proviene del ahorro sino de las rentas que en ese momento están generando los asalariados. Se produce así una sistemática y forzosa transferencia de renta entre la base de la pirámide, los trabajadores, y la cúspide de la misma, los jubilados. El sistema es disparatado desde un punto de vista teórico, pero ha fascinado siempre a los políticos de todos los partidos, que se han servido de él para hacer propaganda de una presunta justicia social al tiempo que lo usaban como munición política una y otra vez.

A raíz del abuso que Felipe González hizo de las pensiones durante sus años de Gobierno, utilizándolas como arma electoral arrojadiza para atemorizar a los votantes de la tercera edad, se suscribió el llamado Pacto de Toledo. Aspiraba a consensuar los cambios en el sistema entre los distintos grupos políticos. Aspiraba también a perpetuar el fondo de pensiones conforme a una reglas que permitiesen hacerlo sostenible en el futuro. Y, sobre todo, aspiraba a que la cuestión de las pensiones dejase de ser para siempre el martillo pilón con el que los partidos se sacudían en cada convocatoria electoral.

Como era de esperar, el Pacto de Toledo no ha conseguido nada de lo anteriormente expuesto. Se firmó en 1995 y se puso en marcha durante la primera legislatura de Aznar, pero el sistema ha cambiado poco y sigue siendo un armatoste insostenible y condenado al colapso en cuanto la pirámide se invierta o en cuanto la base de la pirámide pierda algo de anchura. En las próximas dos décadas nos vamos a encontrar con ambas contingencias. Por un lado, la natalidad en España es muy reducida, de modo que los que ingresarán en el sistema serán cada vez menos mientras que los que perciban de él serán cada vez más. Por otro, la depresión económica en la que estamos sumidos ha contraído –y contraerá aún más– la base de cotización.

Con el envejecimiento progresivo de la población y ante un panorama laboral que apunta ya a los cinco millones de parados, sólo cabe una reforma que es, probablemente, la que se disponen a efectuar ahora. Esta consiste en bajar las pensiones, aumentar la cotización o en ambas cosas a la vez. Con este remache la pirámide puede aguantar unos cuantos años más, pero en algún momento de los próximos 20 años terminará por venirse abajo por falta de cotizantes exprimidos hasta el último céntimo y exceso de beneficiarios mal retribuidos; será el momento de volver a parchear el sistema, aumentando las cotizaciones y reduciendo aún más las pensiones. Cualquiera con un mínimo de sentido común lo sabe, incluida la casta política, primera interesada en mantener a flote un tinglado clientelar muy jugoso y muy rentable en votos. Por eso, a pesar de lo obvio, nadie aboga por la única reforma posible del sistema que es la privatización del mismo devolviendo a la sociedad civil lo que nunca debió salir de ella.

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