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EDITORIAL

Consumar la traición a España y a la libertad

No todo lo que ha pasado estaba escrito ya en la Constitución de 1978. Nos engañaríamos si creyéramos que la responsabilidad individual de dirigentes políticos y jueces no ha tenido nada que ver con este proceso.

Las filtraciones nos han hecho saber de la intención de los magistrados del Tribunal Constitucional de dar su plácet a la mención a la nación catalana del preámbulo del estatut el mismo día en que celebrábamos el bicentenario de la fecha en la que muchos historiadores datan el nacimiento de España como nación moderna. Dos siglos parecen separar el nacimiento y la defunción, dos siglos en los que, a trancas y barrancas, con pasos adelante y hacia atrás, la Nación española ha ido transformándose de un régimen de castas y privilegios a una democracia de ciudadanos libres e iguales.

Desgraciadamente, la misma Constitución que nos volvía a poner en el buen camino después de una larga dictadura tenía en sí misma el germen de su destrucción. El fallido diseño del Estado de las Autonomías ha facilitado la creación de toda una serie de taifas regionales que han empleado su capacidad como minoría para permitir gobiernos nacionales de uno u otro signo para conspirar contra España y su régimen de libertades con el objetivo de destruir ambos. Un cáncer presente durante toda la reciente historia democrática pero que ha metastizado durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero.

Sin embargo, no todo lo que ha pasado estaba escrito ya en la Constitución de 1978. Nos engañaríamos si creyéramos que la responsabilidad individual de dirigentes políticos y jueces no ha tenido nada que ver con este proceso. Y dentro de estas responsabilidades destaca la del Tribunal Constitucional, que desde que cediera al poder político dando por bueno el expolio de Rumasa no ha dejado de ser un órgano al servicio de las mayorías políticas, en el que las exigencias del nacionalismo y la izquierda siempre han tenido más peso que el Derecho.

Así, llegamos a la decisión de permitir que en el preámbulo de un estatuto de autonomía. La excusa no es que no sea una declaración contraria a la Constitución, que establece claramente que España es una nación única e indivisible, sino que al no ser el preámbulo dispositivo, sino meramente declarativo, lo que en él se diga o deje de decir carece de importancia. Sin embargo, la jurisprudencia del Tribunal Supremo deja claro que los preámbulos, sin ser normativos, sí han de tenerse en cuenta a la hora de interpretar la ley. Por tanto, la permanencia de esa definición en el estatuto de autonomía garantizaría una interpretación favorable a los intereses de las minorías secesionistas y totalitarias de esta comunidad autónoma.

Aceptar la destrucción de la soberanía que supone el estatuto de Cataluña no sería ni el primer ni el último paso en pos de la regresión del sistema político hacia un estatus similar al Antiguo Régimen, en el que regían los privilegios feudales por encima de la igualdad ante la ley, pero sí sería el más grave hasta ahora, y pondría a España en una cuesta abajo que sería difícil remontar. Es de desear que por una vez lo jueces se olviden de sus servilismos ideológicos y obedezcan a la Ley. Aunque, para qué engañarnos, nadie lo espere; tampoco nosotros.

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