Una de las especies propaladas por la izquierda que más hondo ha calado en la opinión pública es la de que la guerra contra el terrorismo, y contra las dictaduras que lo apoyan y lo financian, sólo servirá para exacerbar a los terroristas, para "animarlos" a perpetrar más masacres. La solución al "conflicto" que "provoca" el asesinato indiscriminado de inocentes ha de pasar, supuestamente, por "comprender" los motivos de los terroristas, su "desesperación" ante la "opresión" y las "injusticias" que dicen sufrir por culpa del mundo occidental capitalista. Los ideólogos biempensantes del pensamiento único "progresista" no se cansan de repetir que sólo el diálogo y la aceptación parcial o total de las exigencias de los terroristas podrá poner fin un "conflicto", provocado por la insensibilidad, el imperialismo y la prepotencia de Israel, EEUU y sus aliados.
Sin embargo, la experiencia demuestra más bien lo contrario: contemporizar y dialogar con los terroristas es la vía más segura para perpetuar un problema que, efectivamente, se halla profundamente enraizado en la intolerancia y en la falta de diálogo... de quienes quieren sojuzgar a naciones libres y democráticas con las pistolas, los coches-bomba o las armas de destrucción masiva que puedan caer en sus manos. Como ya hemos dicho muchas veces, cualquier muestra de buena voluntad con los terroristas, además de ser un insulto a sus víctimas y a los familiares de éstas, sólo sirve para reafirmarlos en su estrategia. Desde la lógica de los terroristas, cuando el "enemigo" pide negociar es que está próximo a derrumbarse. Por tanto, lo que "procede" es intensificar el terror y las masacres, obligar al "enemigo" a cometer errores –la célebre espiral acción-reacción– o provocar su hastío ante tanta sangre, hasta obtener la "victoria" final. El ejemplo clásico de esta estrategia terrorista es la Argelia francesa, que ha servido de modelo a todas las "guerras de liberación" que han tenido lugar en la segunda mitad del siglo XX.
Contra el terrorismo, lo hemos dicho muchas veces, sólo cabe hacer acopio de serenidad, de firmeza y, sobre todo, de razones. Pues rara vez se gana una guerra si no se está convencido de que se libra por causas justas. Y por ello, no es extraño que los detractores de EEUU y sus aliados pongan todo su empeño en convencer a la opinión pública de que la guerra contra el terrorismo, especialmente contra las dictaduras que lo amparan y lo financian, es una guerra injusta provocada por mezquinos afanes imperialistas o por oscuros intereses económicos.
Pero la mejor prueba de que sólo combatiendo a los terroristas y a quienes los jalean lograremos preservar nuestras libertades y nuestra prosperidad la tenemos, probablemente, en España. Las conversaciones de Argel, los contactos esporádicos con los jefes terroristas y la "tregua trampa" sólo sirvieron para fortalecer a los etarras y para poner en serio peligro la supervivencia del Estado de derecho. Fue en el momento en que se dejó de barajar una solución "política" y negociada al terrorismo nacionalista y se decidió emplear todos los recursos al alcance del Estado de derecho –y sólo los del Estado de derecho– para combatirlo cuando empezaron a disminuir drásticamente los atentados y la violencia callejera.
Otro tanto puede decirse del terrorismo internacional. Aunque la estrepitosa caída del régimen de Sadam y su posterior captura probablemente no hará desistir de la noche a la mañana a los fanáticos de Al Qaeda, sí ha hecho reflexionar a las dictaduras que los amparan y que les ofrecen bases y financiación: Siria ya se muestra menos beligerante contra Israel y los países occidentales, los ayatollas de Irán aceptan las inspecciones de armamento y el coronel Gadafi desvela voluntariamente sus armas de destrucción masiva ante los ojos de norteamericanos y británicos. Es una muestra de lo que la presión internacional, combinada con la demostración palmaria de lo que les ocurre a quienes no respetan el derecho internacional, puede conseguir; pues sólo la reliquia estalinista de Corea del Norte muestra todavía una actitud desafiante hacia las democracias occidentales.
Y, probablemente, esta es la única política a seguir con Arafat, quien ha despreciado todas las oportunidades que ha tenido de firmar la paz con Israel en condiciones ventajosas para su pueblo. Ayer mismo, Bush incidía en lo obvio: para lograr la paz es preciso deshacerse de Arafat, quien sigue apoyando y dirigiendo a quienes colocan bombas en autobuses, discotecas y restaurantes. Y bastaría, tan sólo, con que la Unión Europea cerrara el grifo de la financiación y retirara la cobertura diplomática al veterano e inveterado terrorista, que a ojos de los europeos todavía representa la imagen romántica del guerrillero que se rebela contra la injusticia y la opresión.