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EDITORIAL

El error de Rumsfeld

La diferencia entre una democracia basada en un Estado de Derecho y una dictadura es que la corrupción y los abusos de poder acaban saliendo a luz de un modo u otro, y los responsables acaban pagando sus culpas, bien con la cárcel o bien con la dimisión, según corresponda. En una dictadura, o en una democracia degenerada, la corrupción y los abusos de poder son sistemáticamente ocultados, y quienes se atreven a denunciarlos son, también sistemáticamente, acosados o coaccionados por quienes ejercen el poder, nominal o fáctico.
 
La democracia y el Estado de Derecho, desde luego, no garantizan por sí mismas que jamás se producirán abusos de poder ni que jamás se violarán derechos fundamentales. Pero lo que sí aspiran a garantizar es que los culpables acaben pagando sus desafueros, en tiempo de paz y, también, en tiempo de guerra. Por ello, los miembros de los gobiernos democráticos, cuando tengan conocimiento de hechos o situaciones irregulares en el ámbito de sus competencias, deben ponerlos inmediatamente en conocimiento de sus superiores y denunciarlos ante la justicia.
 
Y también deben aclarar inmediatamente qué medidas van a tomar para que no vuelvan a repetirse. En primer lugar, por imperativo ético y por higiene democrática. Y en segundo lugar, ya desde el punto de vista de la pura conveniencia política, porque, de un modo u otro, en un régimen democrático donde existe la libertad de prensa, las irregularidades y los abusos de poder acaban saliendo a la luz pública. Por tanto, ocultarlos deliberadamente no sólo acaba siendo inútil. Es, además, contraproducente, tanto para el propio político como para la credibilidad y el prestigio de la institución que representa.
 
El Secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, cayó en la tentación de ocultar a su Presidente, George Bush, y a la opinión pública la conducta indigna en la que incurrieron algunos soldados norteamericanos al someter a vejaciones a los prisioneros iraquíes que estaban bajo su vigilancia y custodia. Vaya por delante que no tenemos motivos para dudar de que Rumsfeld deplora profundamente la actitud de esos soldados, que en modo alguno representan al ejército estadounidense o a las fuerzas de la Coalición. Y vaya por delante también que es comprensible, hasta cierto punto, el deseo de Rumsfeld de no airear estos sucesos, que tan flaco servicio hacen a la causa de la libertad y de la democracia en Irak. Una causa por la que ya han muerto muchos soldados americanos y de las fuerzas de la Coalición, y por la que han sido salvajemente asesinados, mutilados, quemados vivos y ultrajados después de muertos civiles americanos cuya única culpa fue colaborar en la reconstrucción de Irak
 
Si por algo se distinguió el régimen genocida de Sadam Husein, aparte de por las fosas comunes, fue por las torturas, las vejaciones y los asesinatos que sus esbirros practicaban con total impunidad contra inocentes tras los muros de las cárceles. Como decíamos al principio, es inevitable, sobre todo en tiempo de guerra, que se produzcan abusos de poder. Abusos cometidos contra criminales y presuntos terroristas que, comparados con los que se cometían contra inocentes en las cárceles de Sadam, son simples bromas de mal gusto. Y que además, quedaban en la más absoluta impunidad.
 
Sin embargo, eso no justifica ni la actitud de los soldados estadounidenses ni tampoco la tentación de Rumsfeld de ocultarlos. Rumsfeld cometió un grave error por el que tendría que haber sido cesado –ocultó información al Presidente de EEUU‑ si no fuera por que su cese podría ser interpretado por los enemigos de la paz en Irak como una victoria. La única forma de erradicar esos abusos es ponerlos en conocimiento de la opinión pública y tomar las medidas para castigarlos en el momento en que se sepa de ellos. Aun a pesar de que quienes jamás estarán dispuestos a reconocer mérito alguno a EEUU y las fuerzas de la Coalición quieran elevar a categoría lo que no es más que mero accidente. Lo harán de todos modos, con excusas reales o imaginarias. Por eso, a la larga, siempre será más rentable –y, sobre todo, más honesta‑ la transparencia.
 
Con todo, insistimos en lo que decíamos al principio. En una democracia, donde existe la libertad de prensa, los abusos de poder acaban saliendo a luz de un modo u otro. Los responsables políticos acaban admitiendo los hechos y los autores acaban recibiendo también su castigo, como seguramente lo recibirán los soldados estadounidenses que vejaron a los prisioneros iraquíes. No ocurría así, por cierto, en las cárceles de Sadam, donde no había cámaras ni fotógrafos de la prensa internacional que dejaran constancia de los crímenes y de las torturas.

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