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EDITORIAL

El fiasco danés del catastrofismo climático

Lejos de Copenhague ha quedado la pretensión ecologista de elevar las restricciones de gases de efecto invernadero para así poder influir directamente sobre la economía asignando cuotas de emisión a los distintos sectores empresariales.

La Cumbre de Copenhague se ha saldado con un rotundo fracaso para sus promotores y para todos aquellos que pretendían aprovechar las conclusiones más radicales y alarmistas sobre una controversia científica para sacar adelante su agenda política; una agenda liberticida que muy poco tenía que ver con salvar a la humanidad de sí misma y sí mucho, en cambio, con ponerle los grilletes que no pudieron acabar de colocarle durante todo el s. XX.

Apenas un compromiso muy genérico de que las temperaturas no aumenten más de dos grados con respecto al nivel de 1900 y, eso sí, un reguero de miles de millones para los países pobres con los que supuestamente mitigar los efectos de su adaptación a menores emisiones de CO2.

Lejos, por consiguiente, ha quedado la pretensión ecologista radical de elevar los objetivos de restricciones de gases de efecto invernadero para así poder influir directamente sobre la estructura productiva de una economía asignando cuotas de emisión a los distintos sectores empresariales. Los políticos no podrán racionar la creación de riqueza más de lo que ya lo están haciendo con Kioto. Al menos, hay que celebrar que no habrá en principio mayores recortes a la libertad.

Claro que tampoco conviene echar demasiado pronto las campanas al vuelo. Desde luego, los ecologistas están muy decepcionados porque no existirá ningún instrumento jurídico internacional que obligue a todos los países a reducir sus emisiones. Sin embargo, eso no significa que cada país, en su propósito de contribuir a que la temperatura global no aumente en dos grados, no vaya a adoptar unilateralmente cualquier paquete de medidas intervencionistas que les permita a sus políticos controlar porciones mayores de la economía.

En España no podemos sentirnos precisamente reconfortados. Además de estar insertos en la Unión Europea, una comunidad política que en los últimos lustros ha adoptado un perfil claramente antiliberal y calentófilo en la mayoría de sus decisiones, nuestra clase política parece entusiasmada con cualquier iniciativa legislativa, por absurda y suicida que sea, que apele al cambio climático.

Así, nuestro jefe de Gobierno proclama en un delirante discurso la expropiación de todas las propiedades del planeta para entregárselas al viento; una abstracción que equivale a decir que los bienes materiales no son de nadie y que, por tanto, deben ser gestionados irrestrictamente por nuestros representantes colectivos: él mismo.

Y en competencia directa con nuestro socialista presidente, la secretaria general del principal partido de la oposición, María Dólares de Cospedal, se queja de que en Copenhague se hayan adoptado "pocos acuerdos" al tiempo que pide más "concienciación" sobre el cambio climático. Por lo visto, en Elche también se invitó a abandonar el PP al primo de Rajoy.

Puede, por tanto, que el acuerdo de mínimos de Copenhague le sirva de poco a España, asfixiada por una partitocracia intervencionista que se pelea por ser los pioneros en Europa a la hora de restringir libertades. Pero sin duda les será de gran ayuda a muchos otros países con unos políticos más prudentes.

Al final, pues, parece que de la capital danesa sólo ha salido una declaración de buenas intenciones que costará a los países occidentales alrededor de 100.000 millones de dólares en ayudas a los países del Tercer Mundo. Es decir, en volver a demostrar aquella máxima de Lord Bauer que calificaba las ayudas públicas para el desarrollo como la manera de redistribuir el dinero desde los pobres de los países ricos a los ricos de los países pobres. Elevada factura que sin embargo palidece ante otros posibles resultados de la cumbre como habrían sido un control aún mayor de las economías occidentales o la creación de un Gobierno mundial.

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