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EDITORIAL

Equilibrismo parlamentario, sumisión judicial

Cuando, ayer por la tarde, los diputados del Partido Popular abandonaron el hemiciclo por no poder expresarse lo hicieron con ellos casi diez millones de españoles

De los tres poderes que hace tres siglos teorizasen Locke y Montesquieu, en la España de hoy el PSOE ha copado ya los tres. El legislativo gracias a las elecciones del 14 de marzo, el ejecutivo en virtud de esa mayoría parlamentaria y, por último, el judicial en la maniobra artera que han desarrollado entre el Congreso de los Diputados y el Consejo de ministros a lo largo de la última semana. No es, sin embargo, esta sed de poder algo novedoso en el partido que nos gobierna, es más, constituye una de sus vitolas más inconfundibles.
 
Ya en los primeros ochenta, con Felipe González instalado en La Moncloa, los mandarines socialistas de la época jugaron una parecida a la Justicia promoviendo la primera gran reforma del Consejo General del Poder Judicial, el gobierno de los jueces, el garante de la independencia del tercer poder. Entonces supeditaron la judicatura al órgano legislativo alegando que la mayoría en las urnas debía verse reflejada en los tribunales. Al calor de los muchos años de poder casi absoluto del que disfrutó el PSOE, muy pocos repararon en ello y el terreno quedó abonado para que ese fundamental contrapeso que es el poder judicial quedase asimilado a las directrices del Gobierno de turno. No es casualidad que el mismo vicepresidente de la época, Alfonso Guerra, se pavonease entonces ante los medios afirmando que su Gobierno había procedido a enterrar definitivamente a Montesquieu.
 
A trancas y barrancas desde entonces ha ido trampeando un CGPJ amputado de su genuina independencia de los políticos. Las sesiones del órgano rector de la judicatura no han pasado, las más de las veces, de ser un apéndice del Parlamento en donde se emulaban sus mayorías, minorías y miserias. El celebrado Pacto por la Justicia de hace no tantos años partía de idénticos principios. El poder judicial sometido al legislativo, los jueces convertidos en simples grabadoras de sus señorías de la Carrera de los Jerónimos.
 
La siguiente vuelta de tuerca se la propinaron ayer en una triste jornada en la que a la Oposición no le quedó otra elección que dejar sus escaños vacíos. El pleno, convocado al término de la sesión ordinaria, aprobó la tramitación directa y en lectura única de la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial. El grupo popular exigió infructuosamente que se respetase su derecho de dirigirse a la Cámara para formular su más enérgica protesta por el modo en que se estaba llevando a cabo el trámite de la Ley. Manuel Marín se lo impidió y dio curso a la votación. Un final lamentable para un culebrón que empezó hace una semana envuelto en el nerviosismo de los parlamentarios socialistas.
 
En 25 años de democracia nunca se había dado una situación similar. Cuando, ayer por la tarde, los diputados del Partido Popular abandonaron el hemiciclo por no poder expresarse lo hicieron con ellos casi diez millones de españoles. Cuando Manuel Marín, presidente del Congreso y fautor del partido en el Gobierno, dio paso a la votación con tanta prisa estaba cerrando la boca a casi la mitad del electorado. El Partido Popular no debe, no puede permanecer impasible ante semejante atropello que vulnera el principio más elemental de nuestro sistema político.
 
Si, por aprobar precipitadamente una reforma del mecanismo de elección en el Consejo General del Poder Judicial, el Gobierno es capaz de tratar de saltarse el reglamento de la Cámara primero, convocar un Consejo de ministros extraordinario después y tapar la boca de la Oposición en una sesión plenaria como remate de la faena, hasta dónde llegará cuando intereses más cardinales para su programa político estén en juego. Mejor ni pensarlo. El siguiente paso es probable que sea otra reforma, esta vez la constitucional. Ahí de poco valdrán las señas desde la presidencia del Parlamento para callar a los disidentes. Si el PSOE y su nutrida nómina de socios quieren cambiar una sola coma de nuestra Carta Magna tiene que contar con los 148 votos del principal –y a lo que se ve, único– partido de la Oposición. Méritos, desde luego, no está haciendo.

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