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EDITORIAL

Fuego: ¿quién es el culpable?

Coincidiendo casi siempre con las altas temperaturas del verano, proliferan todos los años en España los grandes incendios forestales; hasta el punto de parecer casi tan inevitables como los rigores del propio verano, que impulsan las migraciones estacionales masivas desde las ciudades del interior hacia la playa o la montaña. Las autoridades insisten todos los años, como no puede ser menos, en campañas publicitarias encaminadas a sensibilizar a los ciudadanos para que extremen las precauciones en sus visitas a los bosques, con el objeto de reducir al mínimo los incendios fortuitos. Sin embargo, el porcentaje de hectáreas quemadas que tiene su causa en la paella del excursionista o en el cigarrillo mal apagado tiende a ser insignificante, bien porque las campañas de sensibilización han surtido su efecto a través de los años o bien porque en la inmensa mayoría de las áreas forestales visitables está terminantemente prohibido encender fuego.

Los datos del Ministerio de Medio Ambiente indican que en el periodo 1991-2002 casi las tres cuartas partes de los incendios no debidos a causas naturales tuvieron su origen en la quema de rastrojos o en la quema de pastos. La otra cuarta parte se distribuye aproximadamente entre pirómanos –un 12 por ciento del total–, la caza –4 por ciento–, venganzas particulares –3 por ciento–, vandalismo –2 por ciento, donde probablemente se contabilizan los incendios provocados por “la paella” o el cigarrillo– los animales –2 por ciento–, y un porcentaje residual entre el 3 y el 4 por ciento donde se incluyen la modificación del uso del suelo –apenas un 1 por ciento–, la animadversión contra las repoblaciones –quizá un 0,5 por ciento– o disputas de titularidad sobre el aprovechamiento de los bosques –otro 0,5 por ciento. La venta de madera quemada como causa principal de los incendios provocados –a la que tanta relevancia se suele atribuir en los medios de comunicación y en ambientes ecologistas–, apenas supone unas centésimas del porcentaje total de siniestros en once años, siempre según los datos del Ministerio de Medio Ambiente.

Con estas estadísticas, podría concluirse que la responsabilidad del ciudadano de a pie en los incendios forestales, excluidos los pirómanos y los perturbados mentales, es prácticamente nula; y lo mismo podría decirse en cuanto a los intereses madereros o inmobiliarios. El hecho de que casi un ochenta por ciento de los incendios debidos a causas humanas tiene su origen en la explotación del medio rural debería desplazar la atención de las autoridades hacia un control mucho más riguroso de la quema de pastos y rastrojos en áreas cercanas a bosques y sotobosques, extremando las medidas preventivas y aprestando los medios necesarios en las zonas de riesgo.

No obstante, tanto las autoridades como los medios de comunicación suelen olvidar un factor que multiplica el riesgo y las proporciones de los incendios: la deficiente o, en muchos casos, nula prevención contra la acumulación de materiales inflamables en el suelo de los bosques; especialmente en los de titularidad pública o comunal. El hecho de que, en media, desde 1961, el número de siniestros anuales se haya multiplicado casi por doce y el número de hectáreas quemadas casi por tres, tiene, probablemente, bastante que ver con esa circunstancia. Antaño, el monte y los bosques eran fuentes imprescindibles de pastos y de combustible, por lo que no era preciso preocuparse por la limpieza de materiales inflamables que pudieran favorecer la extensión de los incendios. Hoy es preciso segar los pastos secos y retirar las ramas caídas que nadie aprovecha; y en muchos casos, una mal entendida política de conservación que hace prácticamente intangibles los bosques de titularidad pública o comunal –so pena de abultadas multas– multiplica innecesariamente los riesgos de incendio, ya sean fortuitos, provocados o debidos a causas naturales.

Por todo ello, al necesario esfuerzo presupuestario del Estado y de las Comunidades Autónomas encaminado a proveer de medios a la lucha contra el fuego, quizá habría que añadir alguna dotación presupuestaria destinada a limpiar de maleza los bosques y a construir cortafuegos. Por cierto, ésta sería una gran oportunidad para reconducir los subsidios destinados al PER en Andalucía y Extremadura –donde se ha declarado el incendio más devastador en lo que llevamos de año– hacia una actividad verdaderamente productiva, como es la prevención de incendios forestales.


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