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EDITORIAL

Gallardón endeuda a los madrileños

Podrá afirmar Gallardón, con la cara de póquer propia de los grandes embaucadores, que él es el verdadero liberal. Pero día tras día se demuestra que no pasa por la prueba del algodón.

Ya Hayek nos advirtió contra "los socialistas de todos los partidos". Nadie mejor que Gallardón ejemplifica lo que quiso decir el austriaco: que un socialista no es sólo aquel que milite en un partido con esa denominación en sus siglas, sino quienes persiguen el aumento del peso del gobierno sobre la sociedad. Dos de las mejores formas de medir el grado de socialismo que corre por las venas de un político son el gasto público y las prohibiciones que legisla. Noticias recientes vienen a desvelar hasta qué punto el alcalde de Madrid es ideológicamente socialista, con mayor nitidez aún que su conocida sumisión al Grupo Prisa.

Ya sabíamos que Gallardón había subido las tasas y los impuestos a los madrileños –incluyendo la polémica ampliación de la zona de aparcamiento de pago– para costear parte de sus faraónicas obras, pero no que había incrementado en un solo año la deuda del consistorio en un 42%. Pese a que entre la clase política parezca ser muy popular esa afirmación de Carmen Calvo de que "el dinero público no es de nadie", lo cierto es que el dinero público ha salido del bolsillo de los contribuyentes. No existe la opción de no pagar impuestos, puesto que tal opción se castiga; y al abonarlos perdemos la capacidad de emplear esos fondos en los fines que preferimos, siendo su destino final el capricho de los políticos.

Pero entre las distintas maneras que emplea el Estado para esquilmar a los ciudadanos, la más injusta y dañina es el incremento de la deuda pública. Primero porque permite ocultar que se están quitando recursos a la sociedad, al no obtenerlos mediante los impuestos de hoy sino con los de mañana; algo especialmente grave en una sociedad democrática, puesto que los candidatos pueden presentarse con los resultados del gasto pero sin los costes del mismo. Y segundo porque gasta unos recursos que tendrán que aportar las siguientes generaciones, que no tienen siquiera la responsabilidad de haber votado a un político manirroto.

Se une esta noticia a la anunciada intención del edil madrileño de prohibir los anuncios luminosos, farmacias incluidas, del centro de la ciudad. Sin duda, habrá quienes prefieran una ciudad con menos luz –delincuentes incluidos– y a quienes les guste con más iluminación. Pero no es esa la cuestión, sino la nueva restricción a la propiedad que supone que el propietario de un comercio no pueda anunciarlo de la manera que mejor le parezca dentro de los límites de su propiedad. La burda excusa que se ha buscado, la "contaminación lumínica", cuyos únicos damnificados son aquellos que pretendan utilizar un telescopio en una ciudad de varios millones de habitantes, lo único que demuestra es que la única razón que tiene el alcalde de Madrid para tomar esta medida es que a él, personalmente, le gusta más una ciudad sin luces en los comercios. Pero la ciudad debería ser moldeada por sus habitantes, no por su alcalde. Al menos, las ciudades de los países libres.

Luego podrá afirmar Gallardón, con la cara de póquer propia de los grandes embaucadores, que él es el verdadero liberal. Pero día tras día se demuestra que no pasa por la prueba del algodón.

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