Poco le ha durado la libertad a los libaneses. Apenas tres años. Las esperanzas depositadas durante la Revolución de los Cedros de democratizar y occidentalizar el país han quedado reducidas a cenizas tras la irrupción violenta de Hezbolá en la política nacional. La banda terrorista islámica ha sido desde su fundación una amenaza para el proyecto de convertir el Líbano en la segunda democracia de Oriente Medio. Ha sido, además, el principal vector de penetración del islamismo de corte chií en un área tan delicada e inestable. Esto es algo que todos sabían, ahora y hace tres años.
Se ha permitido, sin embargo, que la mancha del fanatismo terrorista se extendiera por todo el país comprometiendo las reformas primero y la gobernabilidad después, hasta llegar a la situación actual, en la que Hezbolá tiene la sartén por el mango. A día de hoy el Gobierno es un títere de los terroristas, que hacen y deshacen a su antojo conocedores del poder disuasorio de la violencia indiscriminada e innecesaria que es marca de la casa. En el simulacro de negociaciones entre el Gobierno y los terroristas que ha dado comienzo en Doha (Qatar), Hezbolá ha dejado claro que no piensa abandonar las armas en momento alguno, lo que significa que, lleguen al acuerdo que lleguen, los pistoleros de la banda tendrán siempre la última palabra.
Con el Líbano en jaque mate, dominado por milicias islamistas que sólo obedecen a Teherán vía Damasco, la región puede volver a incendiarse en breve. El Líbano e Israel comparten una conflictiva frontera que hace sólo dos años fue testigo de la última operación de castigo israelí sobre las bases terroristas del sur del país. Tal vez Israel, persiguiendo poner fin al régimen de terror en el que vive su franja septentrional, se equivocó de blanco atacando el efecto y no la causa. El tiempo lo dirá.
