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EDITORIAL

Irán nuclear

No hay ningún motivo para confiar en que estas palabras del islamista Ahmadineyad sobre Israel y la carrera armamentística nuclear de Irán sean dos cuestiones enteramente distintas

La decisión de Irán no puede ponerse en duda. No sólo ha repetido insistentemente que llevará a cabo su programa nuclear, sino que está valiéndose de todos los medios necesarios a su alcance para conseguir su objetivo, a marchas forzadas. Recientemente, el Gobierno iraní ha anunciado la construcción de un nuevo reactor nuclear en la provincia de Juzestán. El régimen de los ayatolás tiene muy claro lo que quiere, es más, se lo ha anunciado siempre que ha tenido ocasión.
 
El problema es que el combustible nuclear permite un doble uso. Uno destinado a la provisión de una energía limpia y barata, que favorece el desarrollo económico; y otro encaminado a la construcción de armas nucleares. La comunidad internacional sabe positivamente que el régimen de Teherán no se conformará con el primero. Las relaciones internacionales tienen sus reglas, y una de ellas es que quien cuente con armas nucleares alcanza un poder estratégico enorme, por la brutal capacidad de destrucción que éstas poseen. Un poder tan enorme, tan definitivo, que las potencias nucleares han actuado hasta el momento moderadas por el pavor a una escalada nuclear, con consecuencias de dimensiones desconocidas.
 
Los servicios de inteligencia de Estados Unidos creen que, si la comunidad internacional no lo remedia, Irán podría contar con arsenal nuclear operativo en un plazo muy breve, de meses. Esta es la opinión de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, expresada recientemente por su portavoz. Produce verdadero vértigo la idea de que Irán consiga su objetivo. Especialmente teniendo en cuenta las recientes declaraciones de su presidente, Mahmud Ahmadineyad. Hace poco más de un mes expuso sinceramente su deseo de borrar del mapa al Estado de Israel, que ha vuelto a reiterar más recientemente. No hay ningún motivo para confiar en que estas palabras del islamista Ahmadineyad y la carrera armamentística nuclear de Irán sean dos cuestiones enteramente distintas. No podemos confiar en que el régimen islamista no recurrirá al uso ofensivo de dicho armamento. Siempre podría excusarse en cualquier circunstancia, si bien incluso la mera apelación al Islam y al antisionismo podría ser suficiente.
 
Las consecuencias de tal escenario se escapan a nuestro cálculo, aunque conocemos, por la experiencia del siglo XX, hasta qué extremos puede llevar una concepción que justifique el exterminio de clases o países enteros. Precisamente por ello se han multiplicado los esfuerzos diplomáticos internacionales, liderados por Europa, encaminados a parar la carrera nuclear iraní. El resultado está a la vista de todos, y es que Irán no tiene ningún incentivo para abandonar sus objetivos y de hecho no lo hace. Todos los cauces diplomáticos tienen que contar con el respaldo de la amenaza de la fuerza, como el recurso a los embargos u otros. Pero en este caso la última instancia no es lo suficientemente creíble o poderosa como para que se le otorgue a la diplomacia la efectividad deseada.
 
La Unión Europea, como actor principal de este esfuerzo por frenar los planes nucleares iraníes, no puede sustraerse a su responsabilidad, y ha de acordar con el resto de actores internacionales un nuevo esfuerzo por conseguirlo de forma efectiva. Y el tiempo para hacerlo se está agotando.

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