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EDITORIAL

La boda más esperada

El anuncio del compromiso y la boda del Príncipe de Asturias, que se celebrará el próximo verano, ha sido recibido primero con sorpresa y después con unánime satisfacción. Don Felipe ha manifestado en diversas ocasiones que en la elección de su esposa primarían tanto la conciencia de su responsabilidad para con la institución que representa como su intención de fundar una familia con una mujer de la que estuviera enamorado. Y, al parecer, la periodista asturiana Letizia Ortiz satisface los criterios de la Casa Real así como la voluntad del Príncipe de Asturias de contraer matrimonio por amor; por lo que no cabe sino felicitar a Don Felipe, que por fin podrá aunar su felicidad personal con el cumplimiento de su principal obligación como heredero de la Corona.
 
Si bien en épocas recientes podría haberse aducido como serio inconveniente para el enlace la condición de divorciada de la futura Princesa de Asturias, hoy la sociedad española no lo considera un obstáculo insalvable, siempre y cuando la prometida de Don Felipe sepa adaptarse a los condicionamientos y exigencias de su futuro papel, primero como princesa y después como reina. Ciertamente, como profesional de la información y de la comunicación, a Letizia Ortiz no le han de faltar recursos y experiencia en su nueva vida. En la era de la información y de la imagen, que a tan duras pruebas somete a todo aquel que pretenda iniciarse en la vida pública, no cabe duda de que la prometida de Don Felipe tiene ya buena parte del camino andado, y nadie mejor que su prometido para ponerla al corriente en todo lo que concierna a la dignidad real, al protocolo y a las exigencias del oficio de princesa y de reina.
 
Puede decirse que la elección del príncipe viene a arrumbar también en España buena parte de las restricciones que tradicionalmente han encorsetado a la realeza europea a la hora de elegir consortes, como ya hizo Gustavo de Suecia, casado con una azafata alemana, o incluso el príncipe Haakon de Noruega, quien tomó por esposa a Mette Marit, una madre soltera. Hoy los ciudadanos valoran la institución monárquica principalmente por su eficacia como símbolo y garantía del orden y las instituciones democráticas. Especialmente en España, donde la Corona dio el decisivo primer paso hacia la recuperación de las libertades y defendió con firmeza la naciente democracia contra las tentaciones involucionistas.
 
Quizá esa valoración por la eficacia, así como la adaptación a los tiempos modernos que supone la elección de Don Felipe, invitan a replantearse aspectos del Título II de la Constitución, que regula la institución de la Corona. Redactado, muy comprensiblemente, a la medida de las circunstancias de la época, hoy no tiene mucho sentido la preferencia masculina en el orden sucesorio. La Corona es la única institución del Estado donde aún persiste la discriminación por el sexo, en clara contradicción con el Art. 14, y no sería difícil de obtener el consenso suficiente en las Cortes –una mayoría de dos tercios– para que la sucesión a la Corona se rigiera por derecho de primogenitura. En este sentido, podría aprovecharse la cercanía de las Elecciones Generales –el próximo mes de marzo– para cumplir con los trámites de esta reforma –uno de los pocos retoques sensatos que precisa la Constitución–, ya que exige la disolución de ambas cámaras, la convocatoria de un referéndum y la ratificación de las nuevas cámaras salidas de las elecciones. Probablemente no vuelva a presentarse otra ocasión mejor después de la boda más esperada por los españoles, pues para evitar problemas y suspicacias, lo lógico sería aprobar esta reforma de sentido común antes de que nazca el primer vástago de los príncipes herederos.

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