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EDITORIAL

La Corona recibe el apoyo ciudadano que merece

Si el Rey quiere zanjar un eventual debate sobre su abdicación no tiene más que cumplir fielmente sus deberes constitucionales.

La Monarquía ha descendido hasta el sexto lugar en la lista de instituciones más valoradas del país según el último barómetro realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas, con una puntuación de 3,68 sobre 10, la peor desde que el CIS la incluyó por primera vez en su cuestionario en 1994. No se trata de una desafección puntual por un hecho aislado, sino una clara tendencia descendente que arranca en octubre de 2011, cuando estalló el escándalo por los negocios irregulares de Iñaki Urdangarín y la Corona suspendió por primera vez con un 4,89. Pues bien, justo el día después de que la institución monárquica obtuviera su nota más baja en un sondeo del CIS y apareciera por primera vez en la lista de problemas de los españoles, Zarzuela ha sorprendido lanzando este mensaje: el Rey no piensa en abdicar sino que quiere "relanzar" la Corona y multiplicar su actividad.

El formato utilizado para comunicar esa regia decisión -el programa de la televisión gubernamental dedicado a la Corona Audiencia Abierta-, no ha podido ser más inapropiado, en línea con los despropósitos que viene encadenando la institución en los últimos tiempos para asombro de propios y extraños, aunque en el Palacio de la Zarzuela hayan pretendido más tarde desvincularse de unas afirmaciones que alguien tuvo necesariamente que sugerir a los responsables del espacio cortesano de TVE.

Pero las dificultades de la Monarquía en España no residen únicamente en las formas que viene utilizando últimamente en sus relaciones con los medios, sino que responden a un problema muy de fondo que afecta a la propia esencia de la institución en una democracia con los gravísimos problemas, no sólo económicos, como los que padece actualmente la Nación española.

En un país con una región en abierta rebeldía constitucional y otra iniciando el mismo camino con el intolerable agravio añadido de más de ochocientas víctimas mortales por actos terroristas, la Corona se ha distinguido por una actitud no ya imparcial, sino de abierta simpatía con aquellos que pretenden acabar con la nación española, de cuya unidad el Rey es principal símbolo por mandato constitucional. No de otra forma pueden entenderse las intervenciones del monarca en la negociación del gobierno de Zapatero con la ETA ("y si sale, sale...") o en las intentonas separatistas de los nacionalistas radicales de Cataluña ("hablando se entiende la gente"), que tanto escándalo produjeron justificadamente en su día.

Pero es que en asuntos que, aunque de menor calado político provocan si cabe un escándalo mayor entre los ciudadanos como la corrupción económica, la actuación de la Casa Real no ha sido tampoco precisamente ejemplar, como reflejan los estudios demoscópicos del CIS desde que el yerno de Su Majestad y su propia hija saltaron a las primeras páginas de los periódicos por sus más que reprochables actividades financieras desarrolladas, implícitamente o no, al amparo de la institución.

Esta catarata constante de incumplimientos del deber constitucional al que está sujeta la Corona, culminadas por el chusco episodio de Botswana con las relaciones con una aristócrata consorte en el centro del escándalo, no va a saldarse simplemente porque el monarca decida por su cuenta dar por finiquitado "el debate sobre la abdicación". Afortunadamente España no es una Monarquía Absoluta en la que la voluntad del Rey es un mandato de obligado cumplimiento, sino una democracia constitucional a la que sus instituciones deben someterse en representación del pueblo español, único detentador de la soberanía nacional.

En virtud de lo anterior las instituciones, sobre todo si tienen un carácter marcadamente suntuario como la monarquía, han de legitimarse a través del ejercicio de su función, ya que la legitimidad de origen, en el caso de la Corona española, no es precisamente modélica por razones históricas suficientemente conocidas.  Si el Rey quiere zanjar un eventual debate sobre su abdicación no tiene más que cumplir fielmente sus deberes constitucionales, aunque esa exigencia vaya en detrimento de la obtención de ciertas simpatías que han llevado a la institución a la situación actual.

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